La Navidad es una mentira consensuada. Hasta los niños se dan cuenta de esto, pero, por temor a que le quiten los regalos, no dicen nada. 

La Navidad es marketing irrevocable. Siglos y siglos de repetir costumbres sin sentido. Pinos que nada dicen. Un santo nórdico que poco y nada tenía que ver con el asunto. Y una fecha que, todo el mundo lo sabe, no recuerda el nacimiento de Jesús. 

Desde este lado del mundo, las cosas son aún más insensatas: turrones, pan dulce, le entramos a la comida de invierno como si esto fuera típico de la navidad. Pero es típico de una navidad invernal. Acumulamos calorías, en pleno verano, al divino botón. Nos disfrazamos de un gordo, con vestuario made in Coca Cola. Y nadie pero nadie, ni siquiera el más rebelde se atreve a decirle a la Navidad que no. 

Será por eso que, en tiempos navideños, se disparan los índices de suicidios. La gente se deprime más. Se enferma más. Y la tristeza, en medio de toda esa algarabía guionada de antemano, se acrecienta. Los que se deprimen lo saben. Lo saben los locos. Los saben los que, con el advenimiento de la navidad, los inunda este amargor de sin sentido. Saben que toda farsa está destinada a tapar una miseria, un irracionalidad, un agujero. Ya lo decía el famoso dicho de Joseph Goebbels, el publicista del nazismo: “Miente miente, que la navidad quedará”.