El episodio ocurrió en Granadero Baigorria, en Santa Fe y se hizo viral: una mujer en el campo descubrió un sapo gigante y de forma extraña. Lo retuvo, alarmada, y llamó a las autoridades. Que lo midieron, pesaron, estudiaron y concluyeron que es un sapo cururú, típico del norte, famoso por tragar grandes cantidades de insectos, pero de porte excepcionalmente grande: medía 25 centímetros y pesaba dos kilos. Le hicieron fotos y en un instante, el sapo gigante se hizo viral.

Probablemente lo que transformó ese sapo en fenómeno multiplicado en redes, fue que, en lugar de fotos de exterminios, de animales que no están más, de naturaleza arrasada, incendiada, talada y retroceso, había allí ante los ojos del público un bicho excepcionalmente gordo, rozagante, contento. Ese sapo cururú era todo eso, a pesar nuestro. Eso lo volvía tan extraño, tan excepcional. 

Este planeta sí que es extraño: junto a la plaga de la humanidad –desbordante, imparable, devastadora-, acompañan otras plagas de animales que, vaya a saber por qué, son bastante fuleros. Hace poco, hubo plaga de ratas en la Patagonia y hubo que tomar medidas desesperadas de control. Las palomas color ceniza, se multiplican por la ciudad y todo balcón es un potencial hogar. Las cucarachas y los murciélagos, siempre amenazan con conquistar los rincones. Y ni hablar de las hormigas, que, de todo el bicherío, son las más estilizadas y honorables. 

Nadie habla de plaga de mariposas, ni colibríes, ni ositos panda. La tierra, en venganza por nuestro desprecio y descuido, nos da de nuestra propia medicina: compartir la soberanía del planeta con el inventario de animales más espantosos de la humanidad, cual bruja de Disney. De seguir la tendencia, será cuestión de tiempo para que vuelvan los dinosaurios, feos entre los feos, y fieros entre los fieros, y nos coman de una buena vez.