“Mirá papá, me siguió un perro a casa y me lo quiero quedar. ¿No es hermoso?” Mi hija mayor me envió este mensaje, vía wapp junto a la foto de un perro dormido en su pieza. Yo, de viaje una semana fuera de casa, puse el grito en el cielo. “¿Estás loca? Ya tenemos perro. Y qué hace dentro de tu pieza? Sabés que los perros duermen en la galería”. Como no respondía mi mensaje, decidí llamarla.

Del otro lado de la línea, mi hija se reía: “Jo j ojo, caíste. Era una foto trucada. Es una nueva herramienta de Instagram donde podés trucar fotos”. Había caído en la trampa como un pajarito. Nos reímos juntos, corté y me quedé pensando: “Ahora a las fake news habrá que sumarle un tendal de fake fotos al alcance de medio mundo”. Gente que está donde no estuvo jamás. Que hizo cosas que nunca hizo. Encuentros que nunca se produjeron. 

El mundo paralelo de las historias inventadas va a escalar, en breve, a su máximo pico de esplendor. Ya nada es lo que parece. Y no hay documento fotográfico que pruebe nada. O por decirlo de otro modo: “Una imagen ya no vale lo mismo que mil palabras”. 

Es por eso que ya no sólo hay que desconfiar –y sobre todo, chequear- lo que uno lee. Habrá, a partir de ahora, que chequear y desconfiar de lo que uno ve. Tal vez, este momento sirva para reflotar el verdadero periodismo y devolverle su lugar perdido. Que así sea.