Es curioso que con tantos ambientalistas y veganos que defienden a los delfines, a las vacas, a los osos, y a todo ser vivo con un mínimo de materia gris en este planeta, no se ocupen de denunciar ese fenómeno cada día más popular: las peleas de MMA, también llamadas vale todo. Esas jaulas televisadas ao vivo donde dos tipos con guantes pequeñísimos se dan con todo. Cada dos por tres, los titulares dan cuenta de un peleador que pierde la conciencia, o una quebradura de huesos, o simplemente de un luchador que cae y, en poco tiempo, muere. 

Las peleas de MMA son un furor y un negocio millonario. Y en los últimos años, los luchadores invictos han tomado estatura de ídolos influencer. Sin embargo, vaya a saber uno por qué, nadie los cuestiona. El MMA es la consecuencia lógica y brutal de las luchas simuladas de lucha libre –nuestros queridos Titanes en el ring-. Pero mientras el mundo hace silencio, y pone el acento piadoso y dramático en las plazas de toros, en la suelta de San Sebastián o en el acto, según algunos, rudo y machista que tiene el gallo de montar a sus gallinas, el MMA sigue su ascenso mediático y multiplica millones en el showbusiness. 

Cada tanto hay sangre, sí. Cada tanto hay internaciones, sí. Cada tanto, alguno la queda. En abril, murió Mateus Fernándes, brasileño de 22 años, luego de un K.O. y la organización se apuró a justificar que fue a causa de las drogas y no de los golpes –no fue el primero, claro, ni tampoco será el úlitmo-. Un mes más tarde, tras un round tremebundo, el norteamericano Sage Northcutt fue a parar al hospital con 8 fracturas en el rostro y necesitaron nueve horas de operación para devolver los huesos a su lugar.  De no creer.

Ahora bien, ¿por qué nos apiadamos más de los delfines o de las pobres gallinas, y pasa de largo una carnicería brutal que parece inspirada en circo romano? ¿Cuántos más luchadores van a morder, primero la lona, y luego serán sepultados con un tardío arrepentimiento, y un escándalo mediático que no sirve para nada? 

El ser humano es un animal muy extraño. Los biógrafos del dictador Benito Mussolini dicen que, aún en los días más sombríos donde ordenaba matanzas a mansalva de opositores, cuando llegaba a casa entraba por la puerta trasera. No quería despertar a los pajaritos que dormían sus dulces sueños en el vestíbulo. Un amor de tipo ¿no?