El milagrismo argentino –ese culto a que alguien nos salve de una buena vez-, tuvo, la última semana su último pico de entusiasmo en sangre: el regreso de Maradona como DT de Gimnasia. Fue un milagro pequeño, local, platense, pero aún así tuvo un impacto mediático que trascendió todo. Los periodistas analizaron con detalle obsesivo, lo que Diego dijo. Lo que Diego prometió. Y, en especial, cómo estaba Diego.

“¿Cómo está Diego? ¿Cómo lo vieron a Diego?”, pidió, casi clamó un reconocido conductor a su movilero en La Plata, tras el arribo de Maradona al club. “Se lo vio bien, contento, concentrado”, dijo al fin el movilero, y el conductor respiró aliviado. 

Como la Argentina, últimamente limita su sector de milagros a las performances deportivas, que Diego esté en buenas condiciones es señal de que, vaya uno saber cómo y de qué índole, puede suceder otro milagro. Que Diego haga de un equipo pequeño, un campeón. Que conquiste con él torneos internacionales. Que salte –otra vez- a la selección, que tenga racha milagrera de arrastre positivo y nos llevemos la copa mundial. Y que, por puro salto caprichoso del destino –quién otro sino-, Diego se convierta en futuro presidente de los  argentinos, y pague nuestras deudas, recupere la industria, planche el dólar –no sólo lo planche, lo humille frente al imponente nuevo peso argentino-, convierta las villas en barrios de artistas modernos, ponga corruptos presos, sanee la justicia, la policía, enfrente a los narcos como cuando enfrentó, con lagrimas en los ojos, al poder de la FIFA, y a las familias en la calle las transforme en guías turísticos para extranjeros que quieren recorrer la ciudad a pie. 

Diego puede. Diego siempre pudo. Si no pudo siempre es porque no lo dejaron. Pero ahora Diego está de vuelta. Ahora, Diego está acá, otra vez en casa, con nosotros. Tal vez, en este regreso modesto a Gimnasia, esconda otro aún mayor.  El regreso del milagro.