Cuando las últimas llamas se apaguen. Cuando el mundo recuente, apenado, todo lo que se perdió y mucho de ello no volverá a ser en el Amazonas. Cuando el presidente Bolsonaro acepte –y los países le señalen- parte de su responsabilidad. Cuando los dueños de aserraderos en la selva, vayan, en fila, esposados rumbo a prisión. Cuando las redes nos devuelvan una y otra vez, pasado el humo, pasado el fuego, las fotos del desastre color ceniza. Entonces, recién entonces, el mundo tomará conciencia.
Con los pulmones, cualquiera lo sabe, no se jode. No es posible permitir más que el poder de tuno decida qué hacer con los pulmones del resto del mundo. Es inadmisible. El mundo deberá pronunciarse y ese pronunciamiento necesitará ser categórico.
Este fue el año del ardor: primero la icónica catedral de Notre Dame. Ahora, el Amazonas. Esperemos que el hombre esté a tiempo de arrepentirse de sus errores. Remendarlos. Y asegurarse de convertir el desastre en un final feliz. Aún viviendo a miles de kilómetros, nadie es ajeno. Las llamas están dentro nuestro.