Fue un clásico de Disney a la altura de Blancanieves o La Bella y la Bestia, pero abordó un tema que las películas infantiles de ahora, carecen: la muerte de un ser querido. 

En los dibujos hoy en día, nadie muere nunca jamás. Los héroes tienen desventuras, obstáculos, duelos, amores y desamores. Pero morir, ni ahí. 

La muerte es el gran tabú del mundo occidental. Escuchamos las muertes. Las leemos en los titulares. Vemos sus cifras, cada vez más alarmantes. Pero nadie la muestra. 

La única excepción animada que trata la muerte sin pelos en la lengua, es la irrepetible Up. El inicio –el amor, vejez y muerte de un miembro de la pareja- es uno de los más tristes de un film animado en la historia. Será por eso que nunca hicieron –hasta hoy- la parte 2.

El resto de las pelis de Pixar y Dreamworks siguen el lema, marcado a fuego, de que la vida, no importa lo que pase, es una fiesta. No hay lugar para el luto. No hay espacio para el entierro. No hay días de franco para el duelo. No hay reflexión en torno al cierre del ciclo de la vida. Por eso, el Rey León, que hasta le adjudican rasgos de Shakespeare, y a pesar del formato Disney, es justa y necesaria. Y hoy, con el reestreno del dibujo, ahora más realista que nunca, la historia del cachorro que pierde a su padre en una estampida –y ese padre, como en el mundo real, no vuelve-, es una parábola poderosa del luto y la recuperación, en un mundo donde los humanos, para ser humanos, muchas veces tenemos que aprender de los propios animales.