Es una botella de vino, tiene 1600 años y los científicos, que todo lo debaten, aún no saben bien qué hacer con ella. ¿Hay que dejarla así como está como pieza de museo? ¿Hay que abrirla y probarla? ¿Hay que acompañarla con tablita de queso? Nadie lo sabe. Nadie lo dice.

Lo único que se sabe es que la botella es de tiempos del imperio romano -325 después de Cristo-, y fue descubierta junto a la tumba de un matrimonio de la nobleza. El lugar: los alrededores de la ciudad de Speyer, en Alemania. De todas las otras botellas encontradas junto a la tumba, esta fue la única que se conservaba intacta: dos asas con formas de delfín, tapa de cera –una de las razones por las cuales se conservó tan bien-, y un contenido que, hasta ahora, es motivo de conjetura.

Por lo que se pudo observar, desde afuera, el vino parece fotografía del cosmos: vetas en fuga blancas, archipiélagos de gris, un marasmo envolvente de negros y marrones. En la superficie, aún nada su danza eterna un puñado de especias que, según los entendidos, fue también motivo para su preservación milenaria.

¿Pero qué es lo que se debe hacer con ella entonces? La botella de Speyer sigue generando escritos, estudios e hipótesis que van desde su sabor espantoso, hasta su alta toxicidad –uno lo prueba, dicen algunos, y estira la pata-, otros sostienen que el vino más antiguo del mundo no sería nocivo para la salud. Pero nadie lo pone en duda: a pesar de que digan que cuanto más añejo un vino mejor, el vino Speyer es más jarabe intragable que manjar más allá del tiempo.

El debate aún tiene mucha tela para cortar. Y la tapita del Speyer seguirá en su lugar. Tal vez, los años pasen, los siglos pasen, se avecinen tempestades, y apocalipsis, la humanidad dispare a otro planeta, y la botellita seguirá allí: siempre tapada, siempre misteriosa, a la espera del valiente que la destape y brinde por los viejos tiempos, y tal vez eso sea lo último que diga en su vida.