Los argentinos tenemos crisis de aburrimiento. No porque seamos un país aburrido, no señora. No señor. No señore.

El problema es que, de tan entretenidos, nadie puede permitirse una cuota sana y sensata de aburrimiento.

El argentino hará lo que sea en pos de no aburrirse: mirará series boludísimas. Se informará sobre temas que no le importan en absoluto. Se involucrará en una serie en Netflix a ver si el efecto en sangre le aleja esa sensación de tedio que precede al embole.

El mal se extiende en toda franja etaria. Y eso es un karma. El niño, dicen los expertos, necesita aburrirse. Recién cuando se aburre, el niño se pone creativo. Despierto. Receptivo. Y decide transformar su escenario de juegos. Si lo tiene entretenido con una maratón de estímulos renovables, el niño se mantendrá en un eterno estado de sopor divertido. Y después de años de conservar su espíritu de entretenimiento con sumo cuidado, el niño escapará como si viera al demonio de todo aquello con tufillo a aburrido: por ejemplo, el aprendizaje.

En el mundo adulto, las cosas se ponen aún peor. El adulto se pone en pareja con quien venga, con tal de evitar la soledad que suele ser un estado tal vez cómodo pero, sin dudas, aburrido. Se meterá en vicios idiotas con tal de meterse algo en la boca, o sumergir al bocho en un estado flotante de dispersión sin fin.

Es curioso: tanto los pediatras como los místicos enseñan el valor del aburrimiento. Ese espacio vacío que se parece a la muerte, donde uno puede realmente tomar conciencia del absurdo de su existencia. De la farsa que construyó. De sus vínculos atados con alambres. Sus costumbres, a todas luces, perjudiciales, dementes. Aburrirse es llave para salir del embrollo. Hay que hundirse en el barro blanco del aburrimiento. Hay que aburrirse tanto hasta que uno entiende. Hay que mirar cara a cara al aburrimiento, sin miedos, sin prejuicios. Sin distracción. Sin abrir la heladera. Encender la tele. O revisar la red social. El aburrimiento necesita su cocción, su punto caramelo para dar frutos. ¿Y cuál es el resultado entonces, de semejante hazaña? Una persona que ya no necesita la mamadera del entretenimiento. Un ser contento. Satisfecho. Las trampas de este mundo ya no pueden con él. Y eso lo hace libre.