Conocí, como tantos otros, a los anarquistas a través de las obras del historiador Osvaldo Bayer. La vida de Severino Di Giovanni, narrada por Bayer, parece una película de Tarantino: un tipo entregado, de armas tomar, culto y romántico. Severino y todos los de su generación, eran unos defensores de la educación de alta calidad pública y unos difusores a ultranza de la cultura. Poca gente hizo tanto por la lectura y la multiplicación de bibliotecas como esos primeros anarcos. Ellos realmente creían y actuaban en consecuencia, que cuanto más cultivado un pueblo, menos dependiente serían de las autoridades.

Basta con leer las obras de Proudhon y Bakunin, los grandes teóricos del anarquismo, para descubrir el verdadero espíritu de un movimiento encantador, justiciero y, la pucha, utópico. Prodhon fue el primero en desarrollar la idea madre del anarquismo: la propiedad es un robo. Toda propiedad se remonta a un despojo. Un empujón. Un crimen. Lo cual, no está nada errado.

El problema, por supuesto, como toda filosofía, es lo áspero que resulta ponerla en práctica. Los anarquistas siempre han sido desterrados, expulsados y, por supuesto, fusilados. Mientras año tras año, la ilusión de un mundo letrado, cultivado y libre se hace cada vez más lejana.

Los atentados con bombas de los últimos días, uno en el mausoleo del coronel Ramón Falcón –a la mujer le explotó en la mano mientras se tomaba una selfie-, y otro también fallido dirigido al juez Bonadío, y ambos atribuidos a un grupo anarco, es un pálido reflejo de un movimiento que, en sus orígenes, tenía, aún en la incomodad de sus métodos, una base auténtica y una actividad cultural sin precedentes. Necesitamos anarquistas que retomen lo más positivo de los pioneros: que abran bibliotecas, que impriman más libros, que lleven educación allí  donde el Estado hace agua. Pero así son las cosas: siempre fue más fácil detonar. Que educar.