Que la Argentina sea un país joven siempre pareció una buena cualidad: juventud viene ligado a futuro, a potencial, a frescura. Esto es lo que uno puede ver cada vez que visita Europa, países, por así decirlo, viejos, ancianos donde los niños escasean. Y se respira atmósfera de cansancio, de comilona, y de fin de ciclo.

La Argentina, en verdad, no es joven. Es un niño. Y no es cualquier niño: es un niño malcriado. Rebelde. Y desobediente. Y, en lugar de crecer, los hechos indican que ese niño padece de regresión. Se vuelve cada día más pequeño, cada día más indomable, cada día más insufrible.

Esta semana, ese fue el dilema de fondo del debate por la final River-Boca y el acceso de la hinchada visitante al estadio. En un segundo, los medios se llenaron con las mismas preguntas: ¿estamos capacitados los argentinos para convivir con el que tiene camiseta contraria? ¿Somos lo suficientemente maduros para fumarnos una derrota y regresar a casa sin proponernos quemar el mundo y exterminar a los victoriosos? El gobierno, en lugar de decir que sí, que somos un pueblo maduro, eligió comunicar su posición desde un lado más coyuntural: gane quien gane, pierda quien pierda, habrá un desembarco a la Normandía de seguridad para controlar el asunto. No vamos a quemar el mundo y exterminar a los victoriosos porque no queramos. No lo haremos porque no nos van a dejar hacerlo.

Los argentinos somos bipolares, agrietados, blanco y negro. Aseguramos que cada uno tiene derecho a defender su propia inclinación sexual –y que hasta eso se imprima en el documento-. Pero no a su propia libertad de pensamiento: si uno sostiene lo que piensa y no coincide con el discurso hegemónico mediático, agarrate.

La Argentina es hervidero puro. Descalabro resbaladizo. Somos niños de pecho a cargo de un país hermoso, cargado de recursos que son la envidia del planeta y aún así, caemos en picada. Y ni podemos, desde hace tiempo, aceptar un hecho tan simple como que haya en la misma cancha gente con otra camiseta.

Paradojas de la vida: una nación cada vez más tolerante de las minorías, es incapaz de tolerar otra camiseta que no sea la suya. Mezcla rara de veganismo y despotismo intelectual. El tiempo dirá y la final River Boca también dirán, si estamos para primer grado o merecemos vivir por siempre en salita roja.