“Lo que ustedes tienen en Argentina, no es dinero”, me dijo un amigo que vive en Uruguay, “son papelitos”. Y tiene razón: podrán parecerle pesos, porque los papelitos siguen teniendo los mismos sellos, los mismos dibujos, las mismas cifras, pero ya no lo son. Hace tiempo que no lo son.

El impacto de la inflación tiene, como ya sabe, un sinfín de complicaciones. Apriete. Recorte. Desazón. Pero hay algo más de influencia sutil y profunda: la alarmante percepción de que, lo que antes valía, ahora vale chaucha y palito. La sensación de que uno siempre, por mucho que reme, se queda corto. Por mucho que tire de un lado y otro de la sábana, siempre un miembro, un pie, quedará a la intemperie.

La caída en picada del peso hace que uno día a día, deba recalcular y actualizarse: el billete de cien, ahora vale como el de 10. El de 10 como el de 1. El de 50 como 5. Y, en ese correrse para el fondo, la moneda de centavos, cayó al abismo –ya no alcanza ni para el Sugus-.

Es como si uno fuera al cine y le dijeran: “Ya no hay más butacas, ahora te vas a sentar en el piso. Y la pantalla es como una tele, lo sentimos mucho”. ¿Quién diría que eso puede seguir siendo llamado cine?

Soy de la idea de que llamar Peso a algo que ya no es Peso, es un desatino. Seguir llamando a las cosas por un nombre que ya no le corresponde, genera tembladeral y locura. Inestabilidad y desarraigo. A Dios gracias que imprimieron billetes hasta de mil, porque era tal la degradación de billete a papelito que cualquier operación mediana, involucraba cargar tantas valijas como película de Pablo Escobar.

El peso no es más peso, dejémonos de hinchar. Llámenlo de otro modo. Pónganle nombre de un animal en extinción. Algo pequeño como una mulita. O más diminuto aún, entrando en la categoría insecto. Algo sin importancia, fiel a los tiempos que corren. Pero peso, no.

No nos burlemos de nuestro pasado. Lo pasado pisado. Pero, devaluado jamás.