A juzgar por lo que dicen los medios y lo que dicen los miembros de ellos mismos, nunca vas a encontrar a nadie tan amable en este mundo como un swinger. Ellos son todo caballerosidad, pase usted. No, por favor, faltaba más. Se ha hablado tanto de los códigos swingers que, si aplicáramos la Constitución con esa misma coherencia y determinación, hoy este país sería Suecia, y con veranito.

Hay swingers desde que el mundo es mundo. Basta con remontarse a los griegos que, en tiempos donde no había Netflix, se divertían enrocando parejas y escribiendo libros de filosofía. Sin ir más lejos, creemos que la razón de por qué Adán y Eva comieron esa manzana fue, sobre todo, porque no daban con otra pareja en todo el paraíso para intercambiar.

Como les decía, hay swinger desde lo anales de la humanidad, pero hasta ahora nunca hubo swingers involucrados en crímenes. Ese episodio tan feo que todo swinger desaprueba pues matar a alguien es eliminar una posibilidad de cambiar parejas. Pero así están las cosas: ni los swingers se salvan de este mundo tan corrupto, tan patas para arriba. En mi derrotero periodístico –derrotero no tanto por lo aventurado sino más bien por el espíritu de derrota-, hice un puñado de inmersiones en el mundo swinger en bolichones conocidos de la city porteña. Fui, por supuesto, tratado con respeto y protocolo, como si en lugar de estar en un sitio con todos al desnudo uno estuviera en una representación diplomática de Corea del Norte. Las mujeres y los varones hacían lo suyo como si fuera un derecho adquirido y estuvieran ejerciendo un código de conducta a rajatabla.

Si bien fui solo –recuerdo uno de los locales con trofeos de bowling en la barra-, el espíritu abierto de comunidad me dio la bienvenida. El swinger es una persona que siempre encuentra lugar para sumar a otro. Es un colectivo que nunca se llena. Por las dudas, para que expulsar intrusos maleducados, habían dispuesto a un hombre petiso y rugbier que supervisaba toda la escena, siempre con el traje puesto. Ví en una de esas noches cómo aquel portero sacaba a uno por no cumplir con los códigos de conducta swinger. El tipo, con todo al aire, elevó una protesta alegando algo -una ley, algún inciso-, pero fue escoltado cortésmente a la calle con un montoncito de ropa bajo el brazo. Y la fiesta continuó.