Si hubieses conocido en persona al monje Ryokan (1758-1831), jamás pensarías que era uno de los calígrafos más célebres de Oriente, cuyos originales hoy se venden en millones de dólares. Sus letras tenían tanta fuerza vital y, a la vez, tanta belleza –un mar a veces embravecido, a veces calmo-, que hasta el emperador soñaba con adornar con ellas su palacio.

Pero Ryokan era un impresentable: andaba siempre tirado, mal vestido. Y podías verlo, un poco tierno, otro poco loco, jugando de igual a igual con los niños.

Vivía en una casa pobretona y dormía en el piso, tapado apenas con una frazada. A Ryokan, no le importaba nada, sólo vivir el aquí y ahora, como todo monje zen. Una noche, mientras dormía, entró un ladrón a su casa y era tal la desolación que sólo pudo llevarse su manta. El monje calígrafo despertó del frío y le dedicó unas palabras: “Qué pena que no pudo llevarse esta luna tan bella”. Un grande.

En el zen, la caligrafía es un espejo: revela dónde está el corazón de aquel que escribe. Un trazo basta al maestro para saber el nivel del discípulo. Por eso, las palabras de Ryokan valían tanto. Desde hacía tiempo, que él escribía con los pies en el cielo.

En el islam, el Corán es la voz de Allah plasmada en 114 suras –capítulos- y el más grande de los milagros. Cuando vivía el profeta Muhammad –para Occidente Mahoma-, cada vez que llegaba una revelación de boca del ángel Gabriel, sus seguidores la apuntaban en pieles, en piedra y en omóplatos de camello. El profeta era analfabeto, así que sólo podía repetir lo que el angel dictaba. Muchos señalan que, así como María era virgen para recibir a Jesús. Muhammad era virgen de palabras para recibir las revelaciones divinas.

Reproducir las palabras de Allah es tarea de los mejores calígrafos árabes del mundo. El Corán no es cualquier libro. Se atesora en el lenguaje original, tal como descendió del cielo, y el árabe es un idioma tan exacto que hasta contiene los silencios y la duración de las letras. Más que lenguaje, parece música vertida en un pentagrama.

Los maestros sufís, la rama mística del islam, aseguran que en cada una de las 6236 aleyas –versos-, hay miles de significados ocultos. Una sola palabra -en el Corán hay 77,934- contiene tantos mensajes que no bastaría una vida para comprenderlos. Incluso algunos santos aseguran que la letra “ba” –un cuenco con un punto debajo o un párpado con una lágrima derramada-, en especial ese punto a espaldas del trazo, condensa todo lo que necesita un hombre para ascender a su creador. “En ese punto solo”, dicen, “está incluido todo el Corán”.

En el islam, la caligrafía se aprende en las escuelas religiosas: las madrasas. Y se lo practica, a la vieja usanza, con tablas y cálamos. Como no están permitidas imágenes del profeta Muhammad ni, lógicamente, de Dios, con el tiempo las reproducciones caligráficas del Corán se transformaron en el atuendo, por excelencia, de todas las mezquitas del mundo. Los lugares donde los musulmanes rezan cinco veces al día, se cubren de la voz de Allah volcada en texto. Hay calígrafos tan exquisitos que toman un puñado de aleyas del Corán y, en un golpe de tinta, les dan forma de pájaros, de rosas, o el rostro de barba larga de los santos. Sobre el papel, el árabe es bello, como un campo del que brotan toda clase de flores, un cosmos donde los planetas nacen y mueren sobre horizonte del renglón. Sin ir más lejos, en la escritura del nombre Muhammad, hay quienes ven un reflejo preciso de los movimientos de la oración ritual.

Los maestros hablan del Corán como un mensaje escrito encriptado. Para abrirlo, hay que conocer el protocolo divino: hacer un lavado ritual antes de tocarlo –se lo llama wudu y es el mismo que se cumple antes de rezar-, tomar el Corán con la mano derecha, y jamás dejarlo al descuido en el suelo –por eso en las mezquitas suelen abundan los atriles donde colocarlo, respetuosamente-. En estos siglos, el Corán se ha escrito con letras de oro y plata, se ha labrado en hilo en la santa Kaaba en Meca que rodean cada año millones de peregrinos, y hay versiones del Corán ornamentadas y coloridas a mano durante años por maestros en retiro espiritual. La caligrafía divina es un tesoro que sólo puede transcribir aquel que entienda que la voz de Dios es eterna, como mar de tinta. A Él le queda interpretar a hasta el último de sus significados. A nosotros, nos basta con ponerlo bellamente en palabras.