Semanas atrás, una reunión cumbre entre el partido de ultraderecha alemán y el líder de la comunidad islámica del país, terminó en pateada de tablero. A la hora de iniciado el encuentro, la derecha liderada por Frauke Petry, exigió al líder religioso que se retracten de una declaración por haberlos asociado a Hitler. Mientras el titular del consejo islámico, Aiman Mazyek, exigió al movimiento de Petry que se retracten por haber dicho que los musulmanes no formaban parte de Alemania. Ni uno ni otro, claro, lo hicieron. Y la situación llevó a Alemania a un duelo que va de mal en peor.

En muchos países europeos, ser musulmán es un problema serio. Pero en Alemania, un país que abrió las puertas a miles de refugiados sirios que profesan este credo, la rivalidad interna puede disparar un conflicto sin precedentes.

La intolerancia allá es asfixiante. La última vez que un reconocido sheikh sufí de Alemania visitó la Argentina, me contó conmovido que en 30 años nunca recibió en su país maltrato alguno. Y que en las últimas semanas, había recibido dos amenazas serias. Una de ellas, en el baño del aeropuerto. “Esto se pone cada día peor”, me contó. “Hasta hay reuniones semanales de un movimiento cuya base es desterrar al islam de Alemania. Y va cada vez más gente a esos encuentros. Es peligroso”.

No importa lo mucho que la comunidad islámica subraye que el Isis, los talibanes y demás no forman parte del islam –asesinar gente inocente, advierte el Corán, es como asesinar a toda la humanidad-, una vez que se adhiere un prejuicio, queda para siempre.

Pasé en dos oportunidades por Alemania, en tránsito por el aeropuerto de Frankfurt, y en ambos casos me la hicieron parir. No sólo soy musulmán sino que además porto barba y gorro. Es decir, doy para ellos con el perfil de alguien peligroso. La primera vez me hicieron vaciar en el baño una botella de agua bendita del pozo de zam zam, que había traído de Meca. En la segunda, me interrogaron dos policías y luego, en otro sector, cuando escanearon mi bolso por segunda vez –la primera con scanner la segunda con un papel que tomaba muestras de partículas- me dijeron que habían detectado la presencia de explosivos. Fueron cinco minutos de terror. Solo en el aeropuerto, esperando que llegara un poli para custodiar que no escapara mientras los agentes revisaban cada objeto del bolso, no se la deseo a nadie. Al final, claro, no encontraron nada y me dejaron ir. Cabreado, le pregunté al policía: “¿Cómo pueden detectar una muestra de explosivos cuando eso no es cierto?” Lo que yo quería decirle es: ¿cómo pueden hacerte pasar un momento tan choto, por algo sobre lo cual no tienen certeza? “Tal vez, algún objeto en tu bolso tuvo contacto con algún químico y eso fue lo que dio resultado positivo”, dijo el poli, restándole importancia. La pucha, pensé. Sólo pasar seis horas en calidad de pasajero en tránsito y te la hacen parir, imagino la decena de miles de musulmanes que viven allá y la paren día a día. No es justo.

Obvio, no somos zonzos: los musulmanes recibimos la carga negativa de un puñado de impresentables que establecen guerras y atentados en nombre de un camino que no les pertenece. Llevan el islam a la sección de política internacional de los diarios. Y hacen que, en Hollywood y en la vida real, uno luzca siempre como el malo de la película. Y, lo que es aún peor, que cualquier violento encubierto, cualquier movimiento intolerante en el mundo, pueda postularse a hacer de héroe y salir a combatirnos. Si todo sigue así en Alemania –y en tantos otros lugares- la película tendrá un final, como mínimo, preocupante.