Ya nadie sabe qué hacer con la violencia en el fútbol. Se suponía que quitando la convocatoria en la hinchada rival, se acabarían las escaramuzas. Pero las cosas han ido de mal en peor. Barras enfrentadas a los tiros. Jefes históricos que aparecen asesinados. El fútbol, fuera de la cancha, se ha transformado en un escenario  apocalíptico.

¿Pero qué es lo que está pasando? ¿Por qué no podemos escapar de la violencia aún cuando se tomen todas las medidas preventivas que existan? 

Tal vez la razón sea otra y más profunda. El fútbol, como todo espectáculo de masas, es un catalizador, un caño de escape, una salida social emocional a tanta crisis  y apretón de bolsillo.

O, mejor dicho, el fútbol es el termómetro de la sociedad. Muestra el síntoma, el malestar. Si el fútbol se pone violento, no es porque el fútbol en sí mismo lo sea,  sino es un mero reflejo de lo que nos sucede a todos.

El fútbol es espejo de nuestra sombra. Si hay mafias, si hay crímenes, si no hay forma logística de lograr que se jueguen los partidos en paz y que, sobre todo, los  hinchas no se nucleen como organizaciones criminales, entonces cada uno debería mirar dentro suyo, y limpiar su propia porquería. Cuando estemos limpios, el  fútbol también lo estará. Y dejará de ser parte de la sección policiales de los medios, y volverá, como se debe, a la paz del sano deporte.