Entre tanto bombardeo de aumentos y recortes cual motosierra en sentido contrario, los medios aportaron una información colorida que bien puede ser una salida a toda crisis, a toda queja, a toda protesta social: el boom de las micronaciones. Micronaciones, ha leído bien. Son pequeños estados con un régimen propio de gobierno. Constitución. Símbolos patrios. Y hasta un presidente, o dictador, o sultán o como quiera llamarlo, que se pasea por sus territorios como si fuera Alejandro Magno y, se supone, dirige su territorio con esmero patriótico. Pero claro, ninguna de esas 100 micronaciones regadas por el mundo son legales. Y por más amenaza que haga el sultán, dictador, presidente en cuestión, y por más dorada y elevada que sea su corona, o las medallas de honor que cuelguen de su pecho, a título legal, todo eso es una farsa. Una puesta en escena. Un, en el mejor de los casos, estrategia de marketing con fines de atractivo turístico. Y no más que eso.
Allí están desde Flandrensis en la Antártida, el estado independiente de Aramoana, y el Reino Gay y Lésbico de las Islas del Mar de Coral. Todo ellos existen y no existen a la vez. Existen en la mente y en las selfies de un puñado de freaks pero en el mapa, nunca habrá noticias de ellos.
Sin embargo, viendo esta clase de noticias es que uno se pregunta, ante como les decíamos, el bombardeo de aumentos, la amenaza siempre latente del dólar cual espada de Damocles, impuestos que suben salarios que bajan, internas explosivas de gobierno y demás: ¿no será que llegó el momento de hacer nuestra propia micronación?
Tenemos una ventaja: Argentina es grande. Podemos simplemente unir a un par de vecinos y declarar soberanía absoluta sobre un baldío, un campito en medio de la ruta, una casona abandonada. Es decir, podemos plantar bandera con colores librados a nuestra imaginación, componer himno patrio con ayuda de la inteligencia artificial y cantado por Charly joven, declarar el día nacional del sanguche de copetín, y regir nuestro microreino con amor, comprensión y paz, y todas esas cosas que nos proponemos los que nunca gobernamos nada. Y entonces, sí: a dar rienda suelta a nuestro poderío oculto, a nuestras bajas pasiones, a nuestras miserias, a nuestros miedos más ancestrales, y con el tiempo convertir esa micronación tan próspera, tan verde, tan en paz, en un lugar aún peor que donde vivimos. Y llegado ese momento, bien podremos mudarnos unas cuadras más allá y estar listos para fundar otra nueva micronación.