Cuando yo era joven, hablamos de 30 años atrás, otra vida otro mundo, no había gente durmiendo en la calle. Había algún que otro linyera, pero convencido, no desplazado. Alguien que había elegido el lado marginal de la vida por pura declaración de principios. Pero gente viviendo en la calle, eso era cosa de otros países. Se los llamaba “homeless” y los veíamos en las películas norteamericanas donde cuando el protagonista caía en desgracia se iba a vivir debajo de un puente, que era el lugar donde vivían los homeless. Primero se dejaba crecer la barba y luego se iba allí. Pero ya les dije: eso fue 30 años atrás. Ahora, basta con recorrer cualquier día Buenos Aires para descubrir que la gran ciudad está abarrotada de gente que duerme afuera. Antes dormía en las veredas, pero ahora hasta han copado las antesalas de los bancos junto a los cajeros automáticos.

Los durmientes a la intemperie comenzaron a ser parte triste del paisaje capitalino. A veces, de tan cubiertos, y de tan inmóviles se hacía difícil decir donde había gente durmiendo y donde era simple bulto.

Según datos del gobierno de la Ciudad, los centros de atención reciben a más de 3000 personas a quienes dan cobijo. Y de ellas, el 70% tiene problemas de adicciones o patologías psiquiátricas. Han caído y ya no hay quien los contenga.

Ahora bien, la decisión del municipio de prohibir, de ahora en más, a los durmientes callejeros, nuestros “homeless” encendió una polémica que aún perdura. Mientras el gobierno de la ciudad, insiste en que es para “protección de los vecinos”, las voces críticas sostienen que esto es traer más daño al que ya nada tiene, ni siquiera un techo.

Más allá de la polémica citadina, es que uno piensa: ¿cuántos eslabones, o barreras, o pisos, deben perforarse para que uno acabe viviendo en la calle? Es decir, no es que uno de la noche a la mañana, despierta con el humor cambiado, y su familia decide expulsarlo del hogar y que se las arregle. Las cosas van de mal en peor, pero a fuego mínimo, cocción lenta. El descenso al infierno es espiralado.

La multiplicación de durmientes callejeros llegó al punto que, con mis propios ojos, he visto a pocos metros de plaza Constitución una familia entera que no sólo dormía en la calle. Además, tenía mesa, sillas. Y hasta, no sé cómo, tenía su propio televisor encendido. Ya no era un durmiente solitario. Era todo un grupo familiar. Con sus pertenencias a cuestas. Como si, más que un desplazamiento, hubiese venido un huracán y simplemente derrumbando techos y paredes de la casa. Y así quedaban: con todo el mobiliario, pero a la intemperie.

Es cierto: no basta con, ahora en invierno, darles sábanas. Ni comida de tanto en tanto. El que llega a vivir en la calle, necesita recuperar su humanidad. Pues, si uno lo piensa bien, hay en la ciudad más gente en la calle que perros en la calle. La ecuación es un signo de los tiempos. Gente en la calle, sí. Perros, jamás.