Que el azúcar es rica, ya lo sabemos. Que hace mal, también. Que vivir sin azúcar nos daría más años de vida, lo sabemos. En fin, la vida con azúcar será cuesta arriba, pero, claro, es dulce. Muy dulce. 

Sin embargo, a esa escalada de los organismos de salud para que comamos menos azúcar, ahora se sumó una avanzada de médicos que consideran que deberíamos considerar el azúcar como si fueran cigarrillos. Así es. Ni más ni menos. En otras palabras: cada vez que vertimos un sobrecito en el café o le damos cucharadas en la mezcla de la torta, nos estamos, sin saberlo, fumando un pucho. Algo que nos vuelve día a día más dulces, pero también más diabéticos, más pesados, más doloridos, más propensos a enfermarnos, más adictos. Hablando de adicción: los expertos indican que el azúcar es seis veces más adictiva que la cocaína. ¿No se les irá la mano? Hay expertos nutricionistas que alertan que, así como a los puchos se les cuelgan unas fotografías horripilantes que parecen tomadas de novelas de Stephen King, donde hay órganos sangrantes, gente moribunda y toda clase de truculencias, ellos insisten en que los alimentos con azúcar también deberían llevar esa misma clase de advertencias. De seguir esa línea, cada vez que desenvolvamos un chocolate tendremos que lidiar con la imagen de un moribundo, o un intestino chorreante. Cada vez que nuestro hijo vaya a comer un caramelo, quién sabe qué metralla de aberraciones deberá contemplar el pobre sólo para paladear el irresistible, ancestral y ahora venenoso vibrante dulzor del azúcar refinada. 

Lo decimos y proclamamos desde aquí: no vamos a permitir semejante falta de respeto al azúcar que tantas alegrías nos ha dado. El azúcar forma parte de nuestras vidas, de nuestra infancia, está ligado a nuestro recuerdos más entrañables. No vamos a permitir ni que la emparenten a porquería como el cigarrillo y menos aún sustancias ilegales como la cocaína. El azúcar es pura alegría. Pura dulzura. Pura magia. Y al que se meta con ella, que sepa que es un verdadero amargo.