Las cosas, sin besos, tienen otro sabor. Otro color. Otro perfume. Todo asunto sin un sello de labios parece mero trámite, gestión burocrática, palo y a la bolsa y que pase el que sigue.
Es por eso que, incluso en una competencia futbolera de índole mundialista debe mediar un beso. Si no, todo el rito desbarranca y se transforma, como decíamos, en una sucesión de pelotas bajo la red, posiciones en una tabla, y fixtures más propios del big data que de un duelo humano. Y así, desemboca en una escalera de triunfos hacia una gloria heladamente pasajera.
No: debe existir un beso. De lo contrario, todo se olvidará. A todo esto, no es de extrañar que el gran Lio Messi, apenas vio la copa del mundo, resplandeciente como el oro, brillante aún sin flashes, ese trofeo que es a su vez otro cetro de personas de brazos abiertos y victoriosos sosteniendo un mundo, lo primero que hizo fue besarla. Contra todo protocolo, mientras Messi sostenía el galardón que lo daba el mejor jugador del mundial, no pudo consigo mismo, y sus labios fueron a parar ahí. Mi tesoro.
La mafia siempre selló lealtades y sentencias con besos. Y la muerte, se dice, también llega con un posar de labios a desprender las almas.
E incluso en el fútbol, hasta que la copa no fue besada, Argentina no era oficialmente campeón. Es decir, podía ser campeón en los papeles, en el historial. Pero no en el mundo simbólico. A la copa se la gana y luego, se la corteja como una amada. Y es así cómo el eterno amor entre el trofeo y sus contendientes tiene su broche romántico, categórico, triunfal. Un amor puramente primaveral que dura lo que tiene que durar. Hasta que llegue el nuevo pretendiente, cuatro años más tarde, a volver a seducirla y dejar un río de sudor y lágrimas para que la copa decida, al fin, cambiar de amante y cambiar de labios. Y volver al rito de oro y laureles en pos de ser besada por el héroe como la primera vez.