Cuando llegan estos días altamente patrios donde uno debería izar banderas y encarapelarse el pecho, es que viene esta sensación de resistencia soporífera con claras implicancias poco nacionales. Nos gusta la Argentina, claro está, aquí tenemos nuestra familia, amigos, el trabajo –en algunos casos-, conocemos a los jugadores y a las celebridades que se casan para luego revolearse los platos. Sabemos qué subte te lleva a Belgrano y cuál a Chacarita. Y, sobre todo, sabemos a quién echarle la culpa. Pero de ahí a sentirnos parte de este combo patriótico y esta historia independentista forzada a fuerza de sable y temeridad, es otro cantar.
Y hablando de cantar, uno recuerda con perfecta nitidez el canto obligado del himno en un patio frío escolar, y el director protestando porque no se escuchaba nada. Ni siquiera a esa edad, cuando uno cree en la bandera y demás, le poníamos demasiada onda al asunto.
¿Por qué será entonces que somos tan poco patrióticos? En otros países la soldadesca nacional es tema de orgullo. Aquí es tema de pudor y remite a un pasado de oscuridad y desazón.
Tuvimos allá lejos y hace tiempo, un momento de gloria patria de rotas cadenas, pero luego todo empezó a ponerse frío. Los gobiernos tienen un dolor de cabeza a la hora de estampar caras en nuestros billetes pues, excepto un par de héroes blindados para el bronce, no tenemos mucho que poner allí.
La patria, para la gran mayoría, es una defensa del fútbol y el asado. Y, quizás, el malbec. No más que eso.
Somos, los argentinos, un pueblo resultadista. Sólo vitoreamos aquello en lo que nos va bien. Si cae en la tabla, si pierde chances mundialistas, el entusiasmo se derrumba. Será por esa incapacidad de mostrar referentes patrios que este espíritu de amor por la bandera y el himno, y el sean eternos los laureles, se siente tan lejos, una lema perdido en la bruma del tiempo. Y lleguemos a hablar cada día con más insistencia de dolarizar la economía, o, tal vez, de anexar este gran problemón al que llamamos Argentina, un terreno precioso pero endeudado, a cualquier nación próspera que quiera hacerse cargo de nosotros.
Podemos ofrecerles, si nos apadrinan, toda la selección de fútbol, y darles la nacionalidad de Borges y Cortázar, y, si se ponen insistentes, le soltamos a Fangio y a Gardel. Bajamos la bandera, les cambiamos los colores vitoreamos sus fechas patrias y hasta traducimos nuestro himno al idioma de nuestro país padrino.
Y entonces, sí, apadrinados y acobijados por una nación con el pecho victorioso, de gloria y loor, podremos dar rienda suelta a nuestro espíritu patrio, estampar escarapelas, corear el himno en patios fríos y ondear la bandera con el orgullo que da sentirse ganador. Dueños del mundo. Y no ser solamente, en este planeta, una mera parrillita de paso.