Es extraño ver gente. Ver las caras de la gente. Ver bocas finitas. Bocas gruesas. Bigotes de gente. Gente que sonríe. Gente con muecas tremebundas. Acostumbrados a la pandemia, y las mascarillas, nos habituamos a perder de vista que la gente no es sólo un recorte de ojos, pelo y mentón. Tanto tiempo buscando escudriñar si, detrás de la mascarilla la persona habla en serio o en joda, si está feliz o si la está pasando como el traste.

Nos volvimos expertos en detectar sutilezas en la mirada que aportaran algo más que dos bolitas de colores sobre un fondo blanco crema de leche. Pudimos, con años de entrenamiento identificar verdad del verso, autenticidad de hipocresía, con sólo pasar unos minutos delante de una bocas y unos ojos. Nada mal, lo nuestro.

Pero claro, ahora con la vuelta a la normalidad, y el adiós al tapabocas, de pronto sobrevino una estampida de dientes, y bocas, y narices frías y narices rojas, un aluvión de carne suelta, de caras que salen del clóset de tela y se refrescan a la intemperie. 

Lamento por la industria del tapabocas pero ya hicieron muchos millones con nosotros, ahora es tiempo de sacar la mandíbula al sol, las fosas nasales a merced del otoño, y dejar fluir esa cara de traste en todo su esplendor. Al desnudo. A la que te criaste. Salvaje y desatada. Libre como canarito sin jaula. Esperando el momento oportuno para volver a los viejos tiempos y dar su primera dentellada.