Qué buenos eran Los Twist. Esa banda chispeante que hacía rockabilly, o lo que fuera que hacían. Eran unos capos. “Cleopatra”. “El estudiante”. “Mi herida”. Qué hitazos. Las letras se pegaban como cinta adhesiva, la guitarra siempre era filosa, turbia, entusiasta. Pipo Cipolatti era un frontman atípico: mitad alienado, mitad freakie. Un genio bizarro de gafas, jopo y pelo rojo. Un tipo que había sido hijo del comisario en tiempos de dictadura. Que hablaba de los marcianos como si fueran cosas de todos los días.

Cuando los vio Charly García, se enamoró de Pipo y su banda. Los asistió, los llevó de teloneros. Y luego Pipo tuvo sus años de gloria televisiva en los ’90, de la mano del programa de Mario Pergolini. Nunca sabías si hablaba en serio o hablaba en chiste. Si era o se hacía. Era un plato.

Pero desde hace diez años, Pipo pasó de los canales de música a ser número estelar en Crónica TV. Y su genialidad musical, se transformó en un inexplicable desvarío mediático. Verlo ahora –como esta semana donde confesó que ni siquiera recuerda dónde está enterrada la madre de sus hijos- entristece.

El rock cósmico de los Twist voló alto pero sobre todo voló lejos. Nada queda de esa estrella fugaz que iluminó la música vernácula en los ’80.

Pipo es un reflejo de lo que sucede hoy en día con el rock, por estos lares, ensombrecido por la cumbia, el trap. Con sus referentes cuestionados, exiliados, presos, o caídos en desgracia. Ya no es más cool el rock. Ni los rockeros se llevan a las chicas más lindas. Ya son piezas de museo arqueológicas que, cada vez que aparecen, dan ganas, un poquito, de llorar.