No es lo mismo ganar que simplemente ver cómo el otro abandona. O que dan el partido por ganado. O el otro, como en el tenis, demora en presentarse y pierde el match. Desde la mordida de Mike Tyson a la cancelación del partido Brasil y Argentina, cuando la ley interviene sobre un evento deportivo y tira la toalla, queda sabor a poco. Una sensación a película que acaba antes de tiempo. O a veces, acaba aún antes de comenzar. Puré frío. Helado derretido. 

Otra cosa es un abandono, como en el boxeo, de luchador rendido, extenuado donde el rincón decide que continuar no tiene sentido. Esa declinación, muchas veces, suma un tinte heroico al desenlace. Pero cuando interviene el afuera, la ley, los otros, cuando algo ajeno al ring, la cancha, se introduce en el campo de juego y lo joroba todo, las cosas se ponen feas.

Es como si uno viera en una película, los cables, la cámara y los utileros: el hechizo se rompe. Y cuando la ley se impone sobre el juego, genera un tendal de bronca inigualable. No hay nada peor, para el hombre moderno, que le frustren un partido. Un clásico. Una esperanza de victoria. Un duelo donde juega el otro, pero se juega a sí mismo un no sé qué. La cancelación frustra, embrolla, amarga. Pandemia mediante, nos volvimos expertos en cancelaciones de toda clase. Hemos venido cancelando planes hace dos años. Estamos acostumbrados. Sin embargo, cuando la cancelación se cuela en la gran religión moderna –hablamos, obvio, del fútbol-, ay, mamita. Se pudre todo. La pelota no se mancha. El estadio no se toca. La bandera no se roba. Y sobre todo, un partido no se cancela. Que le den los puntos así a la Argentina es una victoria insípida. Un trámite burocrático y sin goles. Una firma, un papel y un sello que aseguran que uno ganó y puede continuar. Uno insiste en que la vida sea un juego. Pero muchas veces, la vida se parece una larga carambola y un eterno papeleo. Donde nadie gane y nadie pierde. Y todos se aburren soberanamente.