El magnate Elon Musk acaba de cumplir 50 pirulos y dice que sueña con irse a vivir con su esposa a Marte. Imaginamos que estará ya aburrido de la tierra, lo cual es entendible. ¿Qué más le queda por explorar en esta pelotita tan pequeña, para él, a la que llamamos hogar? 

Lo que uno se pregunta es, si Musk es el primer habitante de Marte, cómo, pasados los milenios, lo recordarán los jóvenes marcianos en el futuro remoto. ¿Será considerado un dios en el Olimpo? ¿Recogerán libros antiguos, y deshechos por el tiempo, sus aventuras en el, suponemos, ya extinguido planeta Tierra? ¿Darán cuenta de un hombre que tenía una costumbre antiquísima llamada twittear? ¿Tendrá estatuas y templos con su nombre?

Sólo el futuro mostrará los avances de la trama en la historia de Marte. Tal vez, nadie lo sabe, Elon y su esposa sean los únicos que arriben con vida allá, pues un maremoto o una bola de fuego o un virus insignificante nos entierre a todos por acá, y ellos deban cargar con todo el peso a cuestas de ser los nuevos Adán y Eva. Tal vez no haya manzanos ni serpientes en Marte, pero Dios se las arreglará para, de algún modo, tentarlos y que pisen el palito. 

Así que, el magnate loco de acá, el hombre que levanta en pala y cuyos dictámenes cotizan en millones –basta que Musk pondere una marca o la critique a fin de que sus acciones despeguen cual cohete o caigan cual barrilete de piedra-, será, allá lejos y en el futuro, figura estelar de la mitología marciana. Sus ritos y vida se reconstruirán en los nuevos templos. El último de su especie. Y el primero de otra. Condenado, una y otra vez, por toda la vía láctea, a tropezar eternamente con la misma piedra de su estupidez.