Una vez cada tanto, mamá me envía videos de una reconocida actriz, bellísima en su tiempo, que hace años anda de tropiezo en tropiezo. Cuando uno piensa que no puede estar peor, piensa mal: puede estar aún peor, la pobre. A las adicciones se le sumaron enfermedades. Al deterioro de ese rostro de porcelana se le sumó el bastón. Y el buen pasar, quedó en miseria y desamparo.

“Te mando este video para que veas cómo está ahora”, me explica mamá. “No sabés lo bonita que era. Todos queríamos ser como ella”. Con la excusa de que la mujer vivió durante años en mi ciudad, ella me dedica ese seguimiento mediático de su desgracia.

A decir verdad, al tercer o cuarto video, ya dejé de mirar –pero no le cuente, por favor a mi madre-. No quiero saber más de la caída en picada de la actriz bellísima de otro tiempo que ahora es páramo y abandono. Sin embargo, así como mamá,bu miles y miles de personas encuentran cierto regocijo inconfesable a la hora de visitar las ruinas de ese viejo monumento estético vuelto escombro. No es perversión, ojo. No es morbo. O bueno, tal vez sí. Pero lo más importante es el efecto placentero que sucede cuando uno ve gente arruinada, ultimada, en pampa y la vía. No es, claro está, gente que siempre ha vivido en pampa y la vía, pues no tendría el mismo resultado. Lo que se trata aquí es del arco de ascenso y precipitación apagada que sucede con las estrellas. Y verlas caer, para muchos, es un acto aún más estimulante que verlas brillar.

¿Y por qué dirá? ¿Es mal en estado puro? No señor. No señora. No señores. Ver caer al otro, nos hace sentir que, tal vez, quién dice, no estamos tan mal. Nuestra vida no es tan desastrosa. Y nuestros errores no son tan ruidosos como el de la pobre actriz que se dejó llevar por la mala vida y hoy paga las consecuencias. Ver a la gente caer al lado nuestro nos hace pensar, ilusos nosotros, que tal vez nuestra quietud es, en comparación, un ascenso. Y nuestro empantanamiento aletargado es, en realidad, una innegable escalera al cielo.