“¿Venís con buena leche o con mala leche?”, me preguntó Gerardo Sofovich, de quien se cumplió esta semana seis años de su partida, una vez que le pedí entrevistarlo para Revista Noticias. Yo había escrito una columna falsamente elogiosa titulada “Apología de Sofovich”, y él la había leído con cierto disgusto. “Te iba a mandar una cartita documento, pero no quise hacerte difusión”, me diría más tarde. 

Un hombre de códigos, Gerardo. Nos encontramos en el estudio del canal y luego partimos a una reconocida confitería en Av Libertador. “¿Te gusta el Punt e mes? Traé dos”, le dijo al mozo. Desconocía que era el Punt e Mes y nunca más en la vida volví a probarlo. Pero era el aperitivo favorito de Gerardo, y había que seguirle el ritmo.

Del canal al bar fuimos en uno de sus autos –“El otro que uso más está en el taller. Me lo están blindando”, me dijo-. Conducía su guardaespaldas. Que además era su chofer. Y Gerardo trataba como un amigo. 

Gerardo estaba lúcido como Mirtha. Con una memoria indestructible. Y lo ponía mal si no podía recordar algún detalle menor: el nombre del teatro donde Olmedo debutó en Rosario. El apellido de ese humorista que hacía de extra. Pavadas pero a él, le parecían signos de que algo empezaba a fallar muy adentro.

Estar junto a él era recordar un detalle que la tele eludía: Gerardo era rengo. Había perdido una pierna de chico. Esto, tal vez, lo hizo desarrollar una mente brillante y una carrera sostenida en base a la nada misma: fue el rey del entretenimiento con dos mangos. La pulseada. El corte de manzana. La competencia de talentos caseros. Encarnaba la timba y fue uno de los promotores de las secretarias infartantes. ¿A quién le importaba la historia, la trama, la propuesta, si había baile, escote y millones de sorteo?

Aquella noche, Punt e Mes de por medio, Gerardo habló de todo: su pelea con Rial, su admiración mutua por Tinelli, su amistad con Menem, su extraño paso como director del Zoo, su distancia con el hermano Hugo. Acababa de casarse con una chica que podía ser su nieta y estaba entusiasmado, pero en un par de semanas, estaría en el mismo infierno.

Pero ahí estaba Gerardo, estoico, eterno, memorioso, puntilloso, defendiendo la pizza con champán, la noche eterna, la caravana, el ideal pirata. La voz subterránea, nocturna, revolcada en el fango de la vida. 

No llegó a igualar a los almuerzos de Mirtha con los años de aire de “Polémica en el bar”, pero hizo el intento. 

Hablamos dos horas hasta que el mozo volvió y preguntó si otro Punt e Mes y Gerardo negó con la cabeza. Ya era hora de partir. El custodio se acercó, solícito. Le dijo algo al oído como quien habla a un amigo. Y tal vez lo era. Y ese monumento a la vida en clave de parranda, se puso de pie con dificultad, y encaró para la salida. Dejó buena propina y saludó, como corresponde al mozo, al cajero y a los empleados. Pasaron 20 años de eso. Y seis de su muerte. Y ahí estaba él, codo a codo con su guardaespaldas, un tipo bajito, si mal no recuerdo ex cana, camino a su auto y de ahí a su depto junto al Museo Renault. Aún le quedaban más aperitivos en el horizonte. Pero el hielo, ya empezaba a derretirse.