Cada vez que escucho a alguien decir que va a seguir a su corazón, me agarro la cabeza, pues siento como si se tratara de seguir el consejo de un amigo tonto, que aún a los 50 años, cree en los reyes magos, sigue coleccionando muñequitos, celebra Halloween, y papá le mantiene la obra social.
¿Por qué insistimos en vincular al corazón con un idiota que no aprende la lección, con un ciego que, a pesar de su ceguera, no quiere usar bastón ni perro e insiste en transitar por la vereda con más pozos? ¿Qué clase de corazón es ese? ¿Desde cuándo se ha disparado por las nubes el bitcoin y ha caído tan bajo el valor de lo cardíaco en el mercado?
“Voy a insistir porque me lo dice el corazón”, se repite esta gente, en rapto de epifanía pixelada, y uno, desde afuera, se pregunta si habrá hecho realmente un chequeo interior o si, en todo caso, se habrá confundido con algún otro órgano del cuerpo, quizás, del gremio de los digestivos de la cintura para abajo.
Si acumulan fracaso tras fracaso, desplante tras desplante siguiendo al corazón, ¿por qué no prueban consultar con el apéndice? Tal vez tenga una función oculta que sea la de dar buenos consejos. Y si no, sólo como último recurso: ¿por qué no prueban consultando al cerebro?
Porque, vamos, el corazón podrá haber inspirado un sinfín de baladas malísimas, pero eso no significa que quiera vernos sufrir. No es ciego. No es tonto. No es sordo. Y no colecciona muñequitos.
Históricamente los maestros espirituales se referían al corazón como un poder equivalente a mirada de rayo láser. Sensibilidad filosa y penetrante, conectada con lo divino. Podías engañar a la mente, pero al corazón, ni tampoco a mamá, nunca se les pasaba una.
Tal vez, la gente que hoy en día sigue a su corazón y se pega cada palo tremendo, sufra alguna obstrucción cardíaca –y, por ende, reciba mala señal de arriba-, pero nada que no pueda curarse con quirófano y un tiempito de recuperación.
Por eso, les pido, aflojemos con el romanticismo bobo, que pone al pobre corazón en un lugar tan incómodo, tan poca cosa, tan catastrófico. Déjenlo ser. Y si van a acercar el dedo a la sartén, sacarse selfie en el abismo o mostrarle las nalgas al toro, no le digan luego al médico de emergencias que fue una corazonada. Dejen al corazón fuera de esto. Ya bastante trabajo tiene llevando y trayendo la sangre para que sigan cometiendo toda clase de idioteces.
Y reconozcan, al menos una vez que, en verdad, lo hicieron pensando en su propio ombligo.