La modelo con la modelo. El panelista con el panelista. La presentadora con el presentador. El periodista con el periodista. El gremialista con el gremialista. Están todos peleados. 

La pelea es, a esta altura, tan imprescindible como el oxígeno. Inseparable, para muchos, del rating. De las ventas. Y de que, como todo en la vida, haya olas y viento, pero también, infaltable, exista el sucundúm. 

Es natural y comprensible que un político se pelea con la oposición. Que uno de River se la agarre con uno de Boca. Y así. Pero el combate se ha vuelto tan irresistible que ahora se pelean, puertas adentro, con la misma camiseta puesta. 

Algún sabor indescriptible deberá tener el combate para justificar tanto revoleo de platos en los medios, en la calle, en la vida misma. Es raro salir por la ciudad y, aún con distancia social, no ser testigo de una pelea. Puede ir desde la discusión rociada de palabrotas hasta el bollo directo y poco inclinado al argumento. En un mundo así, las peleas de vale todo parecen más de lo mismo. Deberán, para recuperar la novedad, incluir en el reglamento una cláusula que permita a los luchadores también quitar la vida del adversario, a ver si así le ponen más onda.

Lennon, Gandhi, Martin Luther King, todo aquel que vino a predicar la paz lo volaron como bife en plato de vegano.  No hay lugar para ustedes, muchachos. Esto no es hipismo. Esto es sálvese quién pueda. Esto no es cantito armonioso cual coro en la iglesia, esto es corner y codazos en el área chica. 

Qué mundo este. Nos contamos historias de finales felices donde se comen perdices, pero en la diaria, la embarramos mal. Somos jodidos. Queremos equidad en la repartición de vacunas, pero primero, que se la den a papá y mamá. Después, hagan lo que quieran. 

Ya lo decía un humorista llamado P.J. O’ Rourke: “Todos quieren salvar al mundo. Pero nadie quiere ayudar a mamá a lavar los platos”.