Fue, tal vez, uno de mis primeros ídolos de carne y hueso –los otros habían sido He Man y otros superhéroes-. Raúl Portal, que acaba de fallecer a los 81, era todo lo que yo quería ser a mis 12 años: gracioso, loco, impredecible, payaso y, por si fuera poco, tenía un mono. De chico, me consumía todos sus programas cual heroinómano: desde Los juegos del terror al hitazo de Notidormi, el primer programa humorístico de medianoche, y hasta lo seguía en Radio Continental.

Le inflé tanto las guindas a mi padre que me compró el disco de Notidormi –con todo un vocabulario nuevo, creado por él-. Y le inflé tanto las guindas a mi madre, que un día la convencí para que me lleve a verlo a la Radio –no tuve tanta suerte persuadiéndola para que me comprara un mono-. En el estudio de tevé, había una tribuna pequeña. Y lo ví desde allí deleitado como si fuera la final de Wimbledon. Y cuando terminó le obsequié unos juguetes –qué más le podía dar un niño-, y él me firmó un autógrafo, mi mamá nos hizo una foto y me dio un papelito para ver el programa con mis amigos de Los juegos del terror, cosa que hicimos de inmediato. 

Siempre fue amable. Siempre fue atento. Nunca le ví doble cara al ídolo. Pasaron los años. Yo crecí. Él creció. El horario de Notidormi, lo ocupó Tinelli. Y Raúl era ahora estrella de un programa de bloopers de archivo “Perdona nuestros pecados” –el primero en su especie-, ya sin mono pero con el debut de Mariana Fabbiani en tele. Ahora, había salido a apoyar a un amigo polémico, el Padre Grassi y decidió, mientras el cura estaba en prisión, asumir él mismo la comunicación de su ong Felices los Niños. Y a mí, que trabajaba en Revista Noticias, me tocó entrevistarlo.  Hicimos nota en la casa. Luego partimos a la fundación donde me mostró el predio. Defendió a Grassi, acusado de abusos contra viento y marea –según Raúl, era toda una operación para quedarse con el lugar-. Y luego fuimos a visitar a dos amigos que mostraban su abanico político: Seineldín y Gorriarán Merlo. Ambos me hablaron maravillas de su amigo Raúl, que se hamacaba ideológicamente de un extremo a otro –fue funcionario del gobierno militar de Onganía y también dedicó un programa a elogiar Cuba-. Ese era Raúl. Y en esa cruzada intuitiva sin seguir manuales, ni mediciones de rating más que su propio corazón, se puso de culo a un tendal de manosantas que Raúl había decidido desenmascarar. “La cantidad de brujerías que me hicieron para verme muerto”, me dijo aquella vez. “No te das una idea”. 

Más que la vorágine de la tele –que disfrutaba más que padecerla- a Portal le resultó dura la defensa pública de su amigo Grassi. Eso le llevó tiempo, ensombreció su imagen mediática pero aún así siguió, hasta donde pudo adelante. Lo entrevisté en ese año delicado con Grassi preso, y él al frente de la fundación, y, recuerdo bien, Raúl era un manojo de nervios. Pero andá a pararlo. Portal era un avión sónico. Y siguió y siguió hasta que el cuerpo le pidió un respiro. Falleció, ya convaleciente de ACV. Pero murió en su ley: auténtico, irreverente, un clown convencido de que, la mejor risa a conquistar, es la de uno mismo. Y ese es el mejor acto de rebeldía.