Días atrás, un colega amigo me trajo una revista donde salió publicado su último artículo. La revista en cuestión era un semanario dominical de un diario prestigioso de la Argentina. Históricamente, las grandes campañas publicitarias de las marcas de primera línea se hacían en esta revista. Y el papel siempre era laminado, brillante, colores rutilantes.
La solidez de un medio que siempre estuvo, siempre está, y siempre estará. O eso se suponía. Pues, y aquí viene el quit de esta historia, el amigo me entregó la revista con cierta pena como quien da un billete de cien que antes valía cien y ahora vale chaucha y palito.
-Aún así –me dijo- mi nota quedó linda, ¿no es cierto?
La revista, tiempo atrás, en un tiempo sin barbijos, era tirando a buen porte. Sólida, concreta, institucional. Y lo que me entregaba ahora con pesadumbre no parecía una revista. Parecía más bien, unas cuantas hojas temblorosas prendidas con ganchos. Un pétalo de otoño al borde de la caída. Un lagrimón de páginas de delgadez papel guía telefónica, prendidos con ganchitos al desnudo. Tierra arrasada donde antes había publicidades Premium. Ahora, era baldío de notas que importaban poco y nada. Lagrimón y tango.
A las modelos y conductoras las aterra la vejez. A los periodistas nos aterran este tipo de cosas. La caída libre de una profesión hermosa. El trastabillar constante de medios gráficos que, como las olas en la playa, se retiran y dejan tendal en la costa de caracoles rotos, nylon y latas. Como quien ve una diva de otra época, ajada y derretida por los años.
-Oh, la verdad –le dije al amigo- que tu nota salió muy bien. Te felicito che.
Para contagiarle mi entusiasmo, le dí una palmada en la espalda –por supuesto, luego me rocié con alcohol en gel-, nos despedimos con codito y los dos, cada uno a su modo, continuamos el luto de este oficio, ahora, sólo para nostálgicos.