Crónicas + Desinformadas

El cinco por ciento de los adultos en este mundo está triste. Muy triste. Está lisa y llanamente deprimidos. Medicados quizás. Algunos están muy medicados y de tan tristes no pueden dormir. Algunos como esta mujer norteamericana, que trabajaba en tecnología, estaban tan depres que pensaba cada dos por tres en desviar su auto de la ruta y dejarse morir en el pantano. Había probado con decenas de psicotrópicos y nada. Hasta que un grupo de científicos de la Universidad de Califronia en San Franciso, le dieron un tratamiento novedoso: un marca pasos neuronal. ¿En qué consiste? Básicamente detecta las conexiones que llevan al bajón y los nuetraliza con onda eléctricas que encienden otras redes neuronal. O, por decirlo así, bloque los pensamietos negativos y los riega de felicidad impulsa eléctricamente.

En tren de actualizarlo absolutamente todo el mundo se ha vuelto, como mínimo, un lugar incómodo. Ya no es sólo el peso que, cada dos por tres tiene nuevo billete. Ahora la innovación llega adonde sea uno mire. Tiene alfajores de tres pisos, bengalas en lugar de velitas, hamburguesas de carne que no es carne. La modernización impone un lema único: todo, sostiene, debe ser sometido regularmente a una sesión de chapa y pintura.

Que haya programas de alto rating de cocina vaya y pase. El hombre es, en su esencia más feroz, un muerto de hambre. Pero toda esta oda y ensalzamiento del rubro pastelería ya es ir demasiado lejos. Aflojemos un poco. Hay realities que arman un dramón de escala pandémica por el simple hecho de una mala cocción de merengue. O participantes que colapsan en vivo a raíz de que el balance visual de su pastel no da muy pictórico que digamos.

No importa sus ideas políticas. No importa que ya esté más para el arpa que para el violín. Clint Eastwood a sus 91 años, ya es de bronce y sigue vivo. Acaba de estrenar “Cry macho”, donde aborda –una vez más- la vejez con honestidad. Lo queremos a Clint como quien quiere a un abuelo. Lo sentimos cercano. Lo respetamos. Lo consagramos. Aplaudimos cada centímetro de su metro, 93 de estatura. 

Qué buenos eran Los Twist. Esa banda chispeante que hacía rockabilly, o lo que fuera que hacían. Eran unos capos. “Cleopatra”. “El estudiante”. “Mi herida”. Qué hitazos. Las letras se pegaban como cinta adhesiva, la guitarra siempre era filosa, turbia, entusiasta. Pipo Cipolatti era un frontman atípico: mitad alienado, mitad freakie. Un genio bizarro de gafas, jopo y pelo rojo. Un tipo que había sido hijo del comisario en tiempos de dictadura. Que hablaba de los marcianos como si fueran cosas de todos los días.

Cada vez qué hay elecciones uno las vive como quien se asoma al abismo. El círculo vicioso de la alternancia eterna del poder. Primero uno, luego el otro. Luego el otro, luego el primero.

No es lo mismo ganar que simplemente ver cómo el otro abandona. O que dan el partido por ganado. O el otro, como en el tenis, demora en presentarse y pierde el match. Desde la mordida de Mike Tyson a la cancelación del partido Brasil y Argentina, cuando la ley interviene sobre un evento deportivo y tira la toalla, queda sabor a poco. Una sensación a película que acaba antes de tiempo. O a veces, acaba aún antes de comenzar. Puré frío. Helado derretido. 

Siempre quise más a los Beatles que a los Rolling. No me pregunten por qué. Tal vez porque eran más experimentales, más románticos menos ásperos.  Sin embargo, Charlie Watts siempre fue mi Rolling favorito. Debió, a mi entender, no ser un Rolling. Debió ser, si nos ponemos puntillosos, otro Beatle. Nunca una curda. Nunca un episodio con la policía. Nunca un sueltito Diario Crónica. Además, Charlie era, en verdad, amante del jazz. Basta escuchar su disco solista para entender qué tenía en la cabeza: más Miles Davis que Satisfaction.

De todas las lecciones humanas que se conjeturan ahora sobre la pandemia, creemos que la más evidente, después de tanto costo económico, laboral y humano es: nunca pero nunca muerdas un murciélago.

Teniendo hija pequeña es natural que mi casa sea un despelote. Sin embargo, el despelote del cajón no es culpa de mi hija: es todo culpa mía.