Crónicas + Desinformadas

Hace poco nomás, WhatsApp inauguró la opción para poder, así como uno conversa con sus amigos humanos –o eso dicen ser- también poder charlar con la Inteligencia Artificial. No quiero que suene rústico ni desalmado, ni tampoco quiero que la IA se lo tome como algo personal: pero me gustaría poder seguir conversando con la rama de los seres humanos y también tener trato con otros mamíferos domésticos. Pero con la IA, prefiero no intimidar con ella. Al menos, hasta que nos conozcamos más y entremos en confianza.

Si hay algo que va más rápido que la moda, el dólar blue y la suerte de los técnicos de fútbol en Argentina, son las recomendaciones de lo que debemos y no debemos comer. Que tal alimento es bueno para la memoria. Que tal otro es bueno para envejecer feliz. Que tal legumbre tiene tanta energía que no hace falta  nada más. Esto es bueno para los intestinos. Este para la vesícula. Aquello para los pulmones. Para la piel. Para la vista. Hoy en día, parece que cada alimento  tiene un órgano que lo sponsorea. Sin embargo, los nutricionistas son gente de lo más bipolar que existe: un día es una cosa y otra día es otra.

Llama la atención que en el frustrado atentado contra Donald Trump, lo que ha salido más perjudicado ha sido su oreja. Ha dado la vuelta al mundo la imagen de su oreja goteando rojo, mientras los custodios buscaban cercar al ex presidente y un francotirador abatía al agresor.

Desde hace tiempo, yo era de los que decían que el frío, el verdadero frío, era el de antes. “Antes”, exclamaba a los cuatro vientos, “para ir al colegio, me ponía bufanda, camiseta, chaleco de piel, guantes y mi mamá también me obligaba a llevar un segundo pantalón largo y aún así te morías de frío”. Eso decía yo, y eso que pasé infancia en CABA, cuando nadie le decía CABA. Pero el frío era frío de verdad. Frío que te dolían en las manos, la cara, y que no te daban ganas de hacer nada más que poner el trasero junto a la estufa. Frío que te salía humito por la boca y hasta por la nariz y otros orificios que, mejor, no les cuento. 

Días atrás la iglesia anunció que Carlos Acutis, un italiano que falleció a los 15 años de leucemia, y era un apasionado de investigar y difundir los milagros de la iglesia, era nombrado santo. El santo más joven de la iglesia. Lo llamaron “el santo de internet” y también “el santo influencer”. Podremos debatir si este es un intento desesperado de la iglesia por retener a fieles jóvenes que escapan apenas puedan, o es verdaderamente una canonización con todas las de la ley. Sin embargo, lo interesante aquí es reflexionar cómo, en un mundo devaluado, a los santos les ha caído también en desgracia la desvalorización generalizada de todo lo que nos rodea.

Semanas más, semanas menos, los medios se asombraron ante una estadística de salud que advertía que, en la ciudad de Buenos Aires, CABA para los amigos, habían aumentado el 70% los casos de diarrea. Es decir, cada vez más gente se hace encima. O por poco se hace encima. Pero es igual: 70% de aumento de casos de gente con diarrea repercute también indirectamente en el tránsito cloacal subterráneo que, a pesar de que no hay piquetes allá abajo, cada dos por tres el tránsito se tranca.

Cuando yo era joven, hablamos de 30 años atrás, otra vida otro mundo, no había gente durmiendo en la calle. Había algún que otro linyera, pero convencido, no desplazado. Alguien que había elegido el lado marginal de la vida por pura declaración de principios. Pero gente viviendo en la calle, eso era cosa de otros países. Se los llamaba “homeless” y los veíamos en las películas norteamericanas donde cuando el protagonista caía en desgracia se iba a vivir debajo de un puente, que era el lugar donde vivían los homeless. Primero se dejaba crecer la barba y luego se iba allí. Pero ya les dije: eso fue 30 años atrás. Ahora, basta con recorrer cualquier día Buenos Aires para descubrir que la gran ciudad está abarrotada de gente que duerme afuera. Antes dormía en las veredas, pero ahora hasta han copado las antesalas de los bancos junto a los cajeros automáticos.

No soy alguien acostumbrado, como se dice, a levantar temperatura. O sea, a entrar en cólera. O sea, a arrebatarse de ira. En fin, a calentarse. Chivarse. Ponerse del moño. Del marote. Bueno, ya me entendió. 

Que el azúcar es rica, ya lo sabemos. Que hace mal, también. Que vivir sin azúcar nos daría más años de vida, lo sabemos. En fin, la vida con azúcar será cuesta arriba, pero, claro, es dulce. Muy dulce. 

No ponemos las manos en el fuego por la evolución del ser humano, pero que los celulares vienen más inteligentes, podemos decirlo con certeza: vienen más inteligentes.