avion

Por Adriana Amado - @Lady__AA Hay gente obsesionada con lo que pasa en las noticias. Tan obsesionada que cree que mejorar el transporte es hacer muchas gacetillas de cosas buenas. Pero no hay buena noticia que desmienta la experiencia. Digámoslo de una vez. Viajar en este extremo del mundo es un esfuerzo. Viajar desde y hasta este extremo es más esfuerzo. Estamos a horas de cualquier lado y en camino de nada. Venir a Argentina es tomar una decisión deliberada. Y llegar es tomar coraje para sobrellevar los mensajes de supuesta bienvenida y orientación al pasajero.

 

Para muchos viajar en avión es cosa de vacaciones y por tanto, de un placer que tolera cualquier incomodidad. Siete, diez, doce horas en un avión hacia un destino exótico no es demasiado si se compara con que es el mínimo que viajamos en micro para llegar a cualquier punto del país. Todos nuestros tramos son largos, exigentes. Ni qué decir del que tiene que viajar dos, tres horas en transportes infrahumanos para ir a trabajar todos los días. Pero el entusiasmo del turista ocasional y el acostumbramiento del viajero consuetudinario hacen olvidar las incomodidades de la misma manera que nos acostumbramos a este país incómodo casi sin notarlo. Apenas suponiendo que las cosas son así.

Recién se dimensiona la hostilidad que podría sentir un viajero que cae en Argentina cuando te hacen la broma de hacerte pasar por lo mismo en otro lugar. Como me pasó en Grecia, país que se nos parece mucho en muchas más cosas que en las sucesivas crisis económicas y en la decepción crónica con la política. Lo descubrí cuando llegué a Atenas y pensé, por un momento, que me había equivocado de avión y había vuelto a aeroparque. Como en el nuestro, las partes viejas conviven con unas pretensiosas partes nuevas con lo que el número de puertas se convierte en un azar más esperado que el Quini. Cambia mucho si te toca en la parte amplia y aun inhabitada o en las salas superpobladas y baqueateadas. Los aeropuertos son “no lugares”, decía Marc Augé, porque son todos iguales. Sin embargo su homogeneidad no puede ocultar el país que los aloja.

Los pasajeros también se nos parecen demasiado, siempre en estado de alerta y movilización a la pesca del cambio de la puerta de embarque. Como el griego es un idioma muy difícil de sospechar, es bravo cuando los griegos, como los argentinos, levantan la voz y gritan para saludarse, protestan con su compañera porque no se imprimen los pases, o le avisan al pasajero que tiene que abrir su valija porque lleva un sospechoso frasco de champú. Ves gestos bruscos sin saber si te decomisan el equipaje o te están invitando a continuar en la fila. No puedo dejar de pensar que nuestros empleados del aeropuerto deben sonarle así a un japonés o a un sueco y me consuelo pensando que me lo tengo merecido. Que así debemos hacer sentir a los visitantes en Ezeiza.

Para colmo, contrariamente a lo que piensa el turista ocasional con destino a Disney, los aeropuertos no son entornos muy amables. Son lugares donde se junta la gente en esos momentos del día en que todos somos feos porque tenemos los ojos pegados de lagañas, la piel ácida de la adrenalina que exudamos cuando el avión sube y baja, la ropa siempre inadecuada a la situación. Una amiga me dice que desde que sabe de una que conoció su marido en un avión ella viaja siempre maquillada, por si la ocasión se le presenta. Le envidio la esperanza porque yo nunca encuentro más que madres cargando cientos de niños y de bártulos; jóvenes au pair que mantienen el pantalón y las ojotas del verano pasado; migrantes domingueados con sus ropas de marcas falseadas; ejecutivos cansados, arrugados, amarrados a los escasos enchufes de aeropuertos pensados cuando la conversación no necesitaba batería. El peor lugar del mundo para encontrar novio.

Contrariamente al prejuicio de gente que solo viaja en avión presidencial, no es solo en Argentina que todas las clases sociales toman avión porque se ha convertido en el trasporte público obligado de un mundo global. Pero en pocos lugares se marca tanto la diferencia de clases como en el avión y en sus adyacencias. Los que hablan del placer de viajar seguramente hace varias décadas que no viajan en clase económica ni pasan horas por vuelos cancelados en salas con escasos asientos, sin enchufes a la vista y sin que se consiga una botella de agua a menos de dos dólares. El pobre no se siente rico por viajar en avión, especialmente porque no suele hacerlo por placer sino por desarraigo. Y porque hay pocos lugares que le recuerdan tanto su condición como cuando ve que los pasajeros preferentes no esperan, turistas que pueden gastar su tiempo en el freeshop, ejecutivos que pueden usar su celular más allá de los minutos de gracia que da la conexión de internet.

Nadie es más sospechoso en la puerta de embarque que aquel que viaja poco y que no puede evitar la cara de prófugo ante la mínima interpelación de las autoridades. O ante esa vejación pública de sacarnos el cinturón y los zapatos y abrir la valija delante de alguien que va decidir qué hacer con nuestras pertenencias. O va a disponer mandarla a bodega porque es unos centímetros más grande de lo permitido o pesa más de lo permitido (no conozco viajero por más experimentado que sea que en alguna escala no haya peleado con los cierres que se resistían al exceso de equipaje). Es en esos lugares donde aflora la identidad local más que en ningún otro.

Y en esta reflexión de espera en la puerta B20 fue que pensé que los griegos, puestos ahí en el medio del mundo antiguo, aún son lugar de paso para algún lado y que entonces su malhumor es un mal transitorio, que quedará atrás cuando aterricemos en aeropuertos más suavizados. Pero no pude menos que compadecer a los que por esas casualidades deciden tomar un avión al último confín del mundo para visitar algunos prodigios sobrestimados y llegan a esta hostilidad de lengua extraña y no encuentran un sistema público y accesible de transporte que los lleve a la ciudad o a su próximo vuelo, que seguro sale de un aeropuerto distinto al de llegada. Y se preguntan por qué antes de aterrizar desinsectizaron el avión "por reglamentación del país", y por qué le sacan foto y huella dactilar como seguramente no lo hicieron en su aeropuerto de partida. Y no entienden por qué tienen que hacer una larga cola para ver cómo empleados de impositiva someten a sus compatriotas a revisiones como si intentaran ingresar material radiactivo. Todo mientras leen carteles que les advierten que ni se les ocurra sacar fotos con el celular o advierten "Cuidado: no acepte taxis ofrecidos a viva voz". No hay alfajorcito en el avión que te compense tantos disgustos a la llegada. Los de Aegean Airlines nos dieron un almuerzo completo para un viaje de dos horas. Pero ni así alcanzó para borrarme la tremenda impresión que me dieron al encontrarlos tan parecidos a los argentinos.