Por: Adriana Amado. Una publicidad de desodorante muestra una conductora televisiva obligada a sacar registro para subirse a unos zapatitos colorados, altísimos, agujísimos. La mujer sortea sin traspirar y sin soplar pruebas tales como evitar dejar el taco entre las tablas de una pasarela, tocarle la pierna a un caballero sin desgraciarlo, bailar en una disco. O sea, nada complejo y nada relacionado con el día a día cualquier mujer. Ya sabemos: no hay vida arriba de los cinco centímetros de altura. Lo comprobé dramáticamente el día en que, antes de perder definitivamente la ola hippie chic del verano 2011, decidí subirme a unas plataformas de madera. Dejo constancia en mi declaración ante el juez que se trataba de unas discretas suelas que apenas llegaban a la mitad de esos doce centímetros, promedio, sobre las que andan montadas algunas criaturas, apenas compensadas por una plataforma de una pulgada. Si los míos fueron lo suficientemente saboteadores como para complicarme el día, no quiero imaginar lo que debe ser pararse en esas alturas cargando cincuenta kilos, en el mejor de los casos, sobre dos palitos del grosor de una lapicera. Pero alcanzaron para entender por qué los hombres casi siempre llegan primero a los lugares donde hay que llegar. ¡Caminás más rápido cuando no tenés que pensar todo el tiempo en el peligro de un esguince inminente!
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