DIALOGOS FOGWILL

Por Juan Terranova. Lunes. Buena temperatura. Duermo hasta tarde y me despierto descansando, algo ya raro en mi rutina. Luego, un día atípico sin ganas de escuchar música. (Me pasa a veces pero no durante todo el día.) Leo un poco de Freud, voy terminado el libro de Byrd. Promediando la vida en el invierno antártico el libro se vuelve, como tiene que ser, un poco aburrido. Queda claro que la cabaña alejada para estudiar y escribir a gusto es una fantasía un poco atroz.

 

Lunes, medianoche. Hoy camine una hora y media por el barrio. Me iba imaginando cómo sería vivir en las casas que me gustaban. Algo que hago desde siempre. Pero esta noche me impuse una variación, ¿cómo sería leer en esas casas? ¿Qué tipo de lector sería? Siempre me imaginé como un lector mejor. Cuando me forcé a imaginarme como un lector peor, no saqué nada en limpio. Al lector humilde siempre le queda mucho por recorrer, por mejorar, y su narcisismo también lo traiciona. Me gustó evaluar las ventanas por su iluminación. Hay mucha iluminación decimonónica en Caballito y Villa Crespo. Compré dos libros.

Martes. Lo clásico y lo romántico, y también lo barroco, no son conceptos en sí mismos. Son conjuntos de conceptos que se combinan, se ordenan y se desordenan cuando se tocan y se roza. Al mismo tiempo parecen vectores, líneas de acción que a veces se aceleran, se ralentizan, se tuercen, se rectifican, se condicionan.

Miércoles. Mario Volpe me hizo conocer un poema de Ungaretti que habla de los soldados. También me habló de la Liquidambar que se pone roja en abril, que fue el mes en que los argentinos fueron a Malvinas. El poema dice “Si sta/ come d’autunno/ sugli alberi/ le foglie.” Solo eso. Pero es mucho.

Jueves. Leyendo sobre la cultura y liturgia selknam. Más tarde, Mavrakis me escribe: “Los diarios venden historias de discapacidad física y mental y el gobierno transmite por Snapchat. El desenlace te sorprenderá.” Leo una carta de Baudelaire a Wagner. Está fechada el viernes, 17 de febrero de 1860. Baudelaire le dice que cuando está abatido piensa: “Si, au moins, je pouvais entendre ce soir un peu de Wagner!” Al cartero le quemaba el sobre en la mano. Imaginarlo a Baudelaire en un cafetín de París, con el invierno afuera, concentrado en la redacción a mano de esa carta me emociona.

Jueves, más tarde. Tengo que usar menos palabras. Acá, en este diario, y en todas partes en general. Menos palabras. Más tarde. Empiezo a leer Diálogos en campo enemigo, la entrevista que le hicieron los de El ojo mocho a Fogwill a fines de los años 90, pero en una versión extendida para libro. En teoría es toda la conversación. Al igual que Los libros de la guerra, tiene algo bastante adictivo. Por momentos parece el monólogo de un cocainómano desatado, sostenido en su punto más alto con algunas intervenciones de Horacio González, o Rinesi, o Ferrer, como para que Fogwill no empiece a pegarse la cara contra la mesa. El mismo Fogwill lo dice, su estilo es charlas de mamado. De mamado violento y lúcido. Hasta ahora todo se resume en un pedido de Fogwill a las ciencias sociales. Les pide que enseñen un materialismo histórico básico, directo, simple y no empañado de boludeces y afectaciones con el fin de poder leer las instituciones humanas. Desde luego, todo eso enrarecido, acelerado y enturbiado por los pliegues de la lengua y la velocidad de la droga, mental o física, de Fogwill.

Viernes. Viaje inminente. Pasé por el scanner mi pasaporte y vi mi cara y me di cuenta de que si el pasaporte es argentino, yo tengo también cara de argentino. Hay mucho de italiano y de eslavo pero lo que termina de definir todo es la cabeza y la frente vasca, el pelo cobrizo, la piel blanca, los rasgos estirados, los ojos caídos, tristes, perrunos. Creo que para los porteños la geografía es muy importante. La promesa de desierto, de río, de mar, de llanura, nos conmueve. Y toda es mezcla y esa esperanza americana también se puede ver en nuestras caras.