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Por Juan Terranova. Domingo. Dolor de cabeza. Fuerte. Persistente. El más fuerte que sentí alguna vez. ¿Preferiría no hacerlo? Preferiría estar muerto.

 

Lunes. Soñé que hablaba con cuatro africanos. Estábamos en Alemania, en un bar árabe. Yo hablaba en alemán y en inglés, cambiando cuando no sabía una palabra pero también usaba un idioma o dialecto africano. ¿Cómo sabía esas palabras? ¿Dónde las había aprendido? Un sueño muy raro. Los africanos eran serios y asentían cuando yo opinaba sobre algo.

Lunes, más tarde. Releyendo Las fuerzas extrañas. Lugones tenía dos o tres riffs narrativos y los usaba y repetía sin pudor. Era muy bruto con los finales y desprolijo en general, para nada un buen prosista. Se podrían sumar muchos defectos más a la lista. Y sin embargo, el libro me gusta. Lo leo con placer. Una de las grandes virtudes de Lugones es él mismo, él como personaje, asomando por atrás del texto. Las fuerzas extrañas sale compilado en libro en 1906 y Los perseguidos de Horacio Quiroga, de 1905. Los perseguidos tiene uno de los mejores comienzos de la Lit Arg: “Una noche que estaba en casa de Lugones, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo. Lugones tenía estufa, lo que halagaba suficientemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos prosiguiendo una charla amena, como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores aquél había visitado un manicomio; y las bizarrías de su gente, añadidas a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un confortante vis a vis de hombres cuerdos.”

Martes, a la mañana. Cuando me pierdo, vuelvo a este diario, como si fuera una brújula de concentración.

Martes, más tarde. Empecé a leer No Picnic el libro que escribió Julian Thompson sobre la Guerra de Malvinas. Lo tradujeron como No fue un paseo.

Miércoles. Hoy en el periodismo, todos quieren ser víctimas del capitalismo. Nadie su victimario. La víctima como commodity cultural. La discriminación o la agresión como excusa para escribir y desplegar el plusvalor del narcisismo. Le compré a Gogui la obra completa de Freud en tres tomos. Dudo que sea completa. Es mejor eso que dudar de que sea Freud.

Jueves. Releo Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires. Es una denuncia contra la tontería y la ignorancia, “denuncia sensual del sensualismo” escribí cuando lo prologué, pero también una reivindicación de nuestra voluntad por creer. Hay partes donde parece que habla del CONICET.

Jueves, medianoche. Hoy volví a dar clases en Filosofía y Letras. Había dado mi última clase hace quince años. Tuve un ligero miedo paranoico de que los alumnos no me entendieran por una cuestión de vocabulario. Así que, cada tanto, preguntaba “¿se entiende, no?” Y ellos: “sí, sí.” Hablé del crítico como Hernán Cortés y el académico como colono sembrador. Sobre mi cabeza había un cartel con la cara de los dos candidatos troskistas a presidente y vice.

Viernes. Leo en Wikipedia que el término Siglo de Oro fue “concebido” por el erudito y anticuario dieciochesco Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, que vivió entre 1722 y 1772. Al parecer este marqués uso por primera el término en 1754, en su libro Orígenes de la poesía castellana para referirse exclusivamente al siglo XVI. Así que como tantas cosas, el Siglo de oro se creó en el siglo XVIII. ¿Exagero? Puede ser pero Wikipedia usa la palabra “concebir.”

Viernes, más tarde. Una cita a la que vuelvo de La educación sentimental. Hay que tenerla siempre a mano. Frederic Moreau acaba de ingresar en una reunión exclusiva. No le va bien. Se lo está difamando y se lo va a seguir difamando. El narrador, en estilo libre indirecto, tiene un momento de lucidez apoyado en el fastidio del protagonista. Flaubert escribe: “La mayoría de los hombres que estaba allí habían servido, por lo menos, a cuatro gobiernos, y hubieran vendido a Francia o al género humano para garantizar su fortuna, evitarse un contratiempo, una dificultad o por simple bajeza únicamente, adoración instintiva de la fuerza. Todos declararon los crímenes políticos inexcusables. Más bien era preciso perdonar los que provenían de la necesidad. Y no faltó poner el eterno ejemplo del padre de familia, robando el eterno pedazo de pan en casa del eterno panadero.”