Por Juan Terranova. Lunes. ¿Hay algo anal y excrementicio en el acto de escribir? Sí, eso ya lo sabemos. Pero no tanto en el de leer. O quizás sí pero de manera diferente. El momento de la lectura parece más sana, más pacífico, menos convulsionante. Busco nuevos discos en YouTube. Termino escuchando a Dolphy otra vez. Por momentos parece que es el único jazzman que se tomaba la música en serio.
Martes. Leo, no sé por qué, El diablo en una botella un cuento de Stevenson. Es simple, algo desabrido, deliberadamente infantil. Hay una botella que tiene un demonio y que cumple deseos, y obviamente cada deseo trae un desgracia pero eso tampoco está del todo claro. Lo más interesante es que la botella se puede vender pero solo por un monto menor del que se compro y el que se muera con la botella en su poder se va al infierno. En la resolución triunfa el amor y la botella se la queda un marinero criminal y borracho que dice “de todas creo que voy a ir para allá.” Es lejos el mejor personaje de la historia. Los demás son unos idiotas.
Miércoles. La frase de Nelson Rodrigues sobre releer es buena. Siento que me acerco, muy a poco, a ese momento. Lo importante no es leer. Solo un burro lee veinte mil volúmenes. Lo que importa es releer. Pero un día, no leer más. ¿Y entonces? No creo que cambie mucho en el escenario. Más tarde, pongo en Twitter: “La sociedad actual está pidiendo a gritos ser reprimida porque se la educó en una teoría que fija a la víctima como sujeto de la historia.” Sobran ejemplos. ¿Hay relación que no sea ingenua y humanista entre lectura y represión?
Miércoles, más tarde. Mi disco preferido de Sun Ra, el que mejor comprendo y aprecio, se llama The Night of The Purple Moon. Lo conocí pero el que me lo señaló fue Carlos Busqued. Escuché The jazz album y filmé mi película mental con Shostakovich. Fue una película de amor, una comedia romántica soviética, llena de enredos, de equívocos, humor y alegría.
Jueves. Tengo muy pocas, casi ninguna, convicción literaria. Me hubiera gustado tenerlas. Habrían sido herramientas útiles. Me hubieran restringido, lo sé, amplias zonas de lecturas y eso es muy bueno dado que vivo dentro de la parte lectora y vertiginosa de la modernidad.
Jueves, de madrugada. Los diarios de Bioy marcarían una diferencia de clase. La pretendía aristocracia de Borges –desde luego, siempre en decadencia– se dedicaría a la muy proletaria creación de artificios, casi una artesanía. Mientras que el terrateniente logra comprar el espacio y el tiempo para auscultar su subjetividad y registrar la de los demás sin mediaciones.
Viernes. Una semana casi perdida. Bajo varios libros digitales de un sitio que sobrevive. Bajar y atesorar esos libros no implica leerlos. Pero es lindo hacerlo. Sentir esa libertad. En un capítulo de los Simpsons que vi hace poco Homero descarga las obras completas de Shakespeare a su escritorio y acto seguido, cuando ya están descargadas, las mueve a la papelera. “¿Quién es ahora el más grande escritor de todos los tiempos, eh?” pregunta festejando. Dios lo cuide. (El gesto igual es shakespereano.) Más tarde, leo un artículo titulado “Modern art was CIA weapon.” ¿Qué dice? Que artistas como Pollock y de Kooning funcionario como arietes contra el poder soviético durante la guerra fría. Parece que hay cierto tipo de confirmación de que al menos la CIA compraba estos cuadros e invertía en este arte. Unshostakovichfragmento del artículo: “Why did the CIA support them? Because in the propaganda war with the Soviet Union, this new artistic movement could be held up as proof of the creativity, the intellectual freedom, and the cultural power of the US. Russian art, strapped into the communist ideological straitjacket, could not compete.” Lo irónico es que Rusia tenía como para responder pero lo reprimía. Habría sido interesante una escalada de violencia artística. Los críticos no habría ocupado un rol menor en esa pequeña guerra. Como fuere, el fascismo y los futuristas lo hicieron antes. (No me extrañaría que dentro de una décadas se supiera que la CIA sostenía los Simpsons.)