UN ESCRITOR Y SU OBRA |
El feliz cumpleaños de Fogwill |
Por: Juan Terranova. Dos libros ponen, una vez más, a Enrique Fogwill en el centro del debate intelectual y en el obligado comentario de café porteño. En otro orden de cosas, una novela publicada en España, ahora reeditada acá por Interzona, y su contraparte, Los libros de la guerra, una pirotécnica compilación de intervenciones periodísticas, llegan para terminar de fijar a su autor en el acotado pero muy visible parnaso local de los heterodoxos. |
Dos libros
En otro orden de cosas propone una lectura relajada, casi lánguida. Es una novela asordinada, con pausas y silencios, que narra la vida cotidiana de un hombre cruzado durante la última dictadura. “Cruzado” en el sentido de que, antes de entrar a hacer carrera en una empresa de construcciones, “había estado en la revolución”. Por su parte, la demorada y muy esperada antología de artículos y textos críticos preparada por Mansalva, es el libro que mejor conecta al autor con su personaje. De hecho, los tres primeros textos, El interno que escribe, La filosofía: un destino menor y Retrato son una breve pero muy acabada autobiografía al estilo Sarmiento, o sea, donde hasta los objetos más banales se recubren de sentido y de mito. Las entrevistas forman por sí mismas un panóptico invertido donde el entrevistado nos mira y nos castiga. Digresivo, informado, lúcido, profético, egotista, el Fogwill de Los libros de la guerra usa la filosofía como excusa para recordar su infancia, los escritores de moda para cristalizar la idiotez del consumo, y casi todo lo demás, como un trampolín para chicanear y desmontar las trampas y las sonrisas melifluas del campo intelectual. Si hay un aporte de Fogwill a la historia de la literatura –y lo hay– es haber hecho visible que las operaciones de consagración también, y sobre todo, son operaciones políticas. Y las operaciones políticas, como ya se sabe, son operaciones de lectura. “Podrá ser cruel, pero ya lo ha argumentado Nietszche –escribe Fogwill— la crueldad se convierte en virtud si es ejercida para desnudar los valores y reordenar los apetitos.”
Hacia el mito
Las dos publicaciones, pero con más claridad Los libros de la guerra, producen un efecto simultáneo de cierre y consagración. La presentación en el MALBA de ambos libros, que pretendía ser un largo y violento debate entre el autor y los presentadores, fue apenas la celebración de virtudes y defectos. Ni Quintín ni Horacio González, ambos muy probos en sus comentarios, lograron calentar el ambiente. La gente se fue desilusionada, como espectadores de un match en el que los boxeadores se limitaron a medirse y respetarse. No es sorpresivo descubrir, entonces, que, si nadie le lleva la contra ya a Fogwill, eso genera una idea de consagración y final al mismo tiempo que recubre sus anteriores intervenciones y peleas de un halo mítico. ¿Qué nos queda? Nos queda mucho. Está Los Pichiciegos, la mejor novela escrita sobre Malvinas, la pertinencia de Vivir afuera que se proyectaba como una luz reparadora en el semi-páramo de los 90 y la mezcla de super-espectáculo y micro-política de La experiencia sensible. También hay un puñado de poemas que se leen tironeados entre el asombro, el arte conceptual y la barbarie.
Muchacha punk
Lejos del Cesar Aira, Fogwill es un narrador pulsional, no un creador de procedimientos. Invariablemente, toda su narrativa pinta un fondo político de enunciación. ¿Por qué Muchacha punk, por ejemplo, es un relato tan importante? Fogwill es, al mismo tiempo, un narrador de situación y de futuro. Como historia de amor –un amor raro, casual, sexual– Muchacha punk esta enraizada en ciertos tópicos incómodos. Primero el punk. Después, la serie de fechas y lugares en sintonía con el punk. 1978. 1979. Londres y Buenos Aires. Pero no sólo eso. En un campo cultural que todavía era más bien francés, más bien delicado, muy poco rcokero, Fogwill avisa del ascendente campo comercial en inglés, del marketing y de que el Chianti se puede mezclar con Coca-cola. O sea, mientras los escritores, como mucho, pensaban el problema de la dictadura, Fogwill escribe una historia de amor tironeada por los sucesos políticos venideros y los prejuicios recientes. Recuerdo un pasaje de Muchacha Punk que me gusta especialmente porque es a la vez metáfora y programa. Dice así:
“Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.)”
Hay que dar testimonio de la cicatriz, dice Fogwill, cuantas veces sea necesario y aunque sea falsa. De hecho la idea de que una cicatriz puede necesitar repararse, o sea, volver a ser maquillada, volver a ser fingida, tiene fuertes resonancias vernáculas. ¿Quienes son los que maquillan todo el tiempo la cicatriz en la Argentina? ¿Quiénes son los que invierten en mantenerla, los que la saben artificial pero no la borran ni la erradican? El dolor de la herida ya no existe, pero la forma de la herida es subsidiada.
Llena de narradores y protagonistas esquivos, de discusiones necesarias e innecesarias, la obra de Fogwill marca un camino y una moral. Los libros de la guerra también se puede leer como un manual para aprender a escribir, a leer y a titular. Y queda claro que si Fogwill sabe confrontar, discutir, instrumentalizar el ruido y dirigir el equívoco, no son estas sus únicas virtudes. Atrás –o mejor dicho, al costado– de su cicatera y eficiente performance autoral, se para un lector hábil y meticuloso, un prosista inteligente, un narrador sólido. En definitiva, un escritor que hoy hace que valgan la pena muchos de esos tics y esos entuertos que llamamos literatura argentina.
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