ENTRE EL OROPEL Y LA BONDIOLA |
Digresiones sobre la industria de la opinión |
Por: Juan Terranova. Para empezar, un enunciado categórico. Donde hay poder, hay conspiración, aunque sea de fantasía. ¿Por qué los intelectuales argentinos de ayer y de hoy tendrían que estar eximidos de esta forma del relato público? Después de una estática década del 90 donde la dura anestesia del dólar calmó las tan mentadas polémicas, una vez más Buenos Aires dibuja su destino intelectual entre la fuerza y la inteligencia, entre el trazo sutil y el trazo grueso, entre el mito y la razón, entre el oropel y la bondiola. El ingreso, uso y abuso de los medios digitales resultan determinantes –pero ya de ninguna manera nuevos o novedosos– en la industria de la opinión. Uno de sus muchos efectos es la confusión entre lo público y lo privado; se borra, si uno no está atento, la diferencia entre hablar en la cocina y hablar en la calle. Pero si la confusión existe, si a veces se pone en los comentarios de un blog lo que debería decirse por mail, no hay excusas para el pifie. Cada uno tiene que hacerse cargo de lo que escribe. En los extremos de nuestro plato del día podríamos definir dos formas opuestas de intervención. |
Kant con Sade
Por un lado está el trasnochado y agresivo caído del catre, que tiene un blog y confunde la crítica con el desprecio, su capacidad intelectual con su resentimiento. Es un outsider y como no tiene nada en riesgo, su actividad se limita a demolerlo todo. Por supuesto, no puede evitar generar en sus opiniones un regusto de inutilidad. La homogeneidad de su bronca y su efervescencia terminan generando desconfianza. El espiral argumentativo llega muy rápido a una contradicción irresoluble: si todo es una mierda, él también lo es. Ejemplos sobran de la mano del usuario anónimo, blogspot y wordpress. Del otro lado tenemos el asimilado periodista que no mueve un dedo si no hay dinero. Es educado, pero soso. Es pulcro pero se queda afuera de toda discusión importante. Dice que lo suyo es construir. Y construye. Pero es evidente que hay mucho en riesgo –reputación, y sobre todo buenos salarios y un lugar de poder-, por lo tanto trata de no opinar, de jugar lo más liviano posible, de acomodarse a las diferentes direcciones del viento. Por lo general, pide que se respeten las reglas del juego porque sabe que eso lo beneficia. Hechas las descripciones, vale aclarar que nadie toca punk todo el día ni escucha las veinticuatro horas música funcional. Pero estos arquetipos actuales son reconocibles, aunque más no sea en gestos aislados o máscaras intermitentes. “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra” sigue siendo una excelente síntesis de la actividad intelectual argentina.
Los paraísos siempre son artificiales
Estas dos morales encuentran su mejor ejemplo en el periodismo deportivo. Por un lado, el caldero de Internet es un cruce permanente de injurias, denuncias, información poco confiable y de acertadas críticas a los muñecos televisivos. Por el otro, la televisión está en manos de comentaristas limitados, excelentes imágenes del campo de juego, información al menos un poco más confiable, oscuros entramados y, en última instancia, se constituye como espacio ineludible. Parecería no haber matices. Pero, por supuesto, los hay. En el campo intelectual –al cual el periodismo deportivo pertenece cuando le conviene– los matices también están presentes y hacen al grueso del diálogo contemporáneo. ¿Es difícil encontrar lugar para estacionar en las grandes ciudades? ¿Es complicado conseguir un taxi los días de lluvia? ¿Se congestionan los accesos a capital entre las ocho y las nueve de la mañana? Y sin embargo, seguimos intentando. Si las tres cuartas partes del mundo son agua, eso no quiere decir que dejemos de buscar un lugar donde hacer pie. Los paraísos siempre son artificiales. Pero esa certeza no implica que dejemos de anhelarlos. La diferencia quizás resida en que algunos, como decía Lichtemberg, se resignan a que las verdades también se construyen de a centavos, y otros se eternizan en la cómoda banquina de la queja.
La música de los otros
Así las cosas, no se trata de escribir un “elogio del conventillo”. Primero porque los conventillos eran lugares horribles, que seguramente tenían algunas ventajas por sobre otros sistemas de convivencias, pero celebrarlas resulta miserabilista. Segundo, porque evocar el equivoco y el ruido por el mero hecho de que existan, no parece demasiado sensato. (Aunque la tentación es grande, lo sé.) Ahora bien, muchas veces el equívoco y el ruido, y mucho más la violencia, surgen porque contienen un significado, señalan contradicciones, marcan la existencia de rechazos y anticuerpos. Negarlos es negar la dinámica misma del desarrollo social y, por supuesto, cultural. Uno puede juzgar que las críticas son intrascendentes, pero si lo mueven a pensar y a reaccionar, seguir barriéndolas abajo de la alfombra me parece un error. La Argentina conoce muchas de las variantes de esta dinámica a partir del peronismo, gran catalizador donde tanto los detractores a muerte como los celebradores ingenuos comparten una mirada impermeable y sobre todo atolondrada. Si a uno le cuesta mucho trabajo fabricar y mantener la indiferencia, ¿no debería aceptar que la música que suena no le es del todo extraña? En el narcisismo del que no escucha críticas, la indignación violenta del que no soporta diferencias y la falta de humor se cocinan los oxidados fundamentalismos argentinos.
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