bob chow

Por Juan Terranova. Sábado. Comentamos la vez que yo, parando en la casa de Fernando, viajé de La Paz a Tiahuanaco a ver las ruinas. Pasó hace años pero recién ahora le confieso que fui buscando restos de los nazis que estuvieron ahí por orden de Himmler revolviendo la tierra para ver si encontraban runas vikingas. Es el colmo del porteño. Irse a ver ruinas americanas intentando conectar con el fracaso de la más violenta modernidad europea.

 

Sábado, más tarde. La mejor anécdota de la historia argentina sucede en Bolivia. La cuenta Feinmann. La cuenta Salvador Ferla. “A orillas del lago Tiahuanaco, Castelli convoca a los indios de la región a una asamblea. Entonces les habla, fogosamente les dice sus más hondas verdades, las que dan sentido a su vida y a la expedición que lo ha llevado desde Buenos Aires a ese lugar remoto. Dice: “Os traigo la libertad. Estamos en lucha contra el yugo español. Os traigo las nuevas ideas. Las de Rousseau. Las de los Enciclopedistas. Las de la Revolución Francesa. España sólo puede daros el atraso, la oscuridad y el yugo de la tiranía. Yo os ofrezco la vida republicana y libre. ¡Elegid! ¿La tiranía o la libertad? ¿Qué queréis?” Según parece, los indios respondieron: “¡Aguardiente, señor!"

Domingo. Quedamos en ir a cenar con Bob Chow. A las nueve y media tocan la puerta, me asomo a la ventana y hay un tipo, sonriendo, con un gorro de lana, que me dice “my name is Bob.” Elegimos un parrilla cerca de casa. Llueve mucho. El momento de debilidad, la novela de Bob, es muy buena. Casi diría excelente. Le sorprende que la haya leído. Me elogia como lector de una forma desmesurada. No lo sabe pero está tocando un punto central de mi vida. Esa pudorosa adicción que siento, cada vez con más claridad, me va a llevar a la ruina y a la humillación. ¿Y si leer y desde luego escribir fueran una adicción, una malformación? No es una idea nueva. El momento de debilidad es heredera de muchas tradiciones. Bob hace algo raro ahí, como si pudiera escribir como Pynchon, o incluso mejor que Pynchon, usando la lengua de la traducciones de Pynchon y al mismo tiempo forzándola y adaptándola al español y la vida porteña. También revela la relación bastante evidente, pero que se me había pasado, entre Pynchon y Raymond Roussel. Durante la cena hablamos de música, de Bolivia, de gastronomía boliviana, de los aimaras y los quechuas –todos en la mesa están de acuerdo que a los primeros hay que hacerles la guerra y que los segundos son mejores–, y en un momento Bob elabora una teoría de la humanidad y el entretenimiento. Al parecer duda de que, si el hombre consigue la inmortalidad cibernética, haya suficiente entretenimiento en el mundo, o en el tiempo, para ocuparlo. Luego esquematiza bien un futuro no muy distante. En la distopía las máquinas matan al hombre o lo esclavizan. En una utopía dialoguista, lo ayudan, le sirven de muleta, de trampolín. Para mí hay una tercera opción, en la cual las máquinas simplemente abandonan al hombre. Bob se entusiasma con la idea y más tarde se la comenta a Guerberof por Twitter: “Terranova comentó que las supermáquinas podrían aburrirse de la humanidad e irse del planeta.” Lo que a mí me llevó quince minutos de desvaríos él lo sintetiza en una frase perfecta. La palabra clave que usa, desde ya, es “aburrirse.” Empiezo a pensar que El momento de debilidad es finalmente la novela de un hombre que lucha contra el tedio.

Lunes. Lluvia todo el día. Se va Fernando. Toma un taxi al aeropuerto y se despide con la amabilidad y educación con la que llegó. Paso la mañana con un importante malestar gástrico. El perro del vecino ladra toda la tarde por intervalos de quince minutos. Quince minutos de ladridos, un descanso de cinco minutos, quince minutos de ladridos más, otros cinco minutos de descanso, y así toda la tarde. Antes, por la mañana, le di varias vueltas a una nota que finalmente descarté. (Mavrakis dijo que la guardara.) Pero lo peor es la lluvia constante. La casa se llena de goteras. Lo único rescatable del día es una charla con Garcés por Facebook donde coincidimos en cierto desconcierto general en relación a la agenda de la novela reciente en la Argentina. Le escribo: “Se hace novela como se hace poesía, más centrado en la sensibilidad propia que en el mundo, ya uno no espera de una novela argentina más que el despliegue armónico de un yo un poco alelado.” (Desde luego hay excepciones.) Después de cenar, viene Luis y me trae un libro muy bello. Una edición de algunos fragmentos del diario de Piglia con ilustraciones de Eduardo Stupía. Hablamos de su trabajo en la galería que editó el libro e hizo la muestra. No hablamos de México. (Él es mexicano.) Mientras tomamos una taza de té y hablamos me empiezo a pensar como artista plástico. ¿Qué haría? Pintaría rinocerontes, nada más, eso haría. Me voy a dormir con los fragmentos de Piglia y sobre el final el día mejora mucho. El libro empieza así: “Empecé a escribir un diario a fines de 1957 y todavía sigo escribiendo. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantengo fiel a esa manía. Por supuesto, no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un clown.”

Martes. Hoy, después de casi cuarenta y ocho horas seguidas de lluvia, salió el sol. Por supuesto, hace frío. Hace una semana disfrutamos de un calor estival pero ahora parece que volvió un poco el invierno. El cielo despejado me pone de buen humor.

Martes, más tarde. “Un día como hoy, hace cincuenta años, murió Ezequiel Martínez Estrada, acaso el más grande ensayista argentino” escribe Ignacio Irulegui ‏en Twitter. Luego busco en vano la nota que lo recuerde en nuestros empobrecidos suplementos culturales.

Miércoles. Leo sobre un enorme hotel abandonado en la isla de Rügen, en Alemania. La nota lo presenta como el “Adolf Hitler's German beach resort.” Nunca tuvo un solo invitado. Lo cerraron antes de que se inaugurara por la guerra. Se lo puede visitar. No tiene muebles. Por lo que se ve en las fotos, lo único que tiene para ofrecer son paredes descascaradas, marcos fuera de escuadra y pasillos polvorientos. Después de eso leo que Stalin pasó toda la Segunda Guerra durmiendo en un sillón en su despacho.

Jueves. Escuchando a Prokofiev. Las sonatas para piano. Y en especial la sonata para piano y violín que le dedicó a David Oistrakh.

Viernes. Ir contra la prosa institucional, contra las ideas fallidas y los equívocos, parece algo noble. Y lo es. Pero solo con los pedazos de esa colisión, con los restos de ese encuentro entre el sentido y la idiotez, es que se puede construir lo que vale. Sabiendo esto, resulta inteligente recordar que la ceniza fértil en la que crecen las palmeras felices del conocimiento fue alguna vez la basura y lo inerte.