freudiana

Por Juan Terranova - @juanterranova Lunes. Mi computadora no anda bien. Esa pequeña catástrofe privada me hace pensar que quizás esta relación neurótica que mantengo con el mundo ya es antes que nada tecnológica. Temo perder el día. ¿Qué es un día de trabajo? A veces lo perdemos cuando todo está en optimas condiciones. Con la temperatura adecuada, con sol, silencio, tranquilidad, los artefactos necesarios andando, con todo en funcionamiento, me pasé más de un día completo escuchando música y navegando en la web estilo náufrago sin resultados de ningún tipo. Perder el tiempo es parte de escribir, sí, es verdad. Sin embargo, perder un día de trabajo porque la computadora no funciona es terrible. La presión de la página que debe ser escrita frente a la seguridad de no poder escribirla.

 

Lunes, mediodía. De pésimo humor. Con la sensación de que todo se descompone. El software, la pantalla, las puertas, las paredes, el asfalto, los edificios. En realidad lo que se descompone es mi percepción de un intercambio de signos con una interface eléctrica y digital. Prendo la televisión. El vicepresidente declara por una causa de tráfico de influencias. Masturbación política, testaferros varios, salivación, el Perro de Pavlov del periodismo argentino. Y sin embargo, parece un fluir de información muerto. Así que vuelvo a los libros. La sensación con los libros es mucho mejor. El Fogwill de Los diarios de la guerra es más cáustico que cualquier personaje de la TV.

Lunes, a la tarde. Le leo a mi hija un fragmento de It. Me confiesa que le da miedo.

Martes. Me paso la tarde formateando mi computadora. Es una larga actividad que requiere paciencia y una cuota bastante inexplicable de frustración. Y sí, estoy unido de forma ya orgánica a mi pantalla. ¿Por qué? Se me ocurre escribir que no leo diarios en papel hace años. No compro ni tampoco tengo contacto con ellos, sino es algo ocasional. La semana pasada, en un bar, alguien se había dejado un Clarín en una mesa y me pareció un objeto de otra época, un objeto sucio y viejo, anacrónico. Durante mi infancia y mi adolescencia, en mi casa siempre se compró Clarín y cada tanto La Nación. Éramos ese tipo de clase media. Ambos diarios fueron parte de mi formación, no lo niego, no podría negarlo, tanto como las revistas Noticias y Gente en el verano. Tengo recuerdo de recortar artículos, de subrayar, de guardar hojas sueltas porque algo me interesaba. Con mucho de eso escribí mi primera novela que era, entre otras cosas, el producto del choque de esas lecturas con una teoría estética y literaria heredada de los primeros formalistas rusos. (O sea el encuentro, las coincidencias y diferencias entre lecturas familiares y lecturas universitarias.) Pero, al ver ese diario el otro día, por un momento pensé que alguien me hacía un chiste, como si me hubieran dejado una bicicleta para niños, con rueditas, pintada de rosa pero oxidada y rota, en la puerta de mi casa. Aunque la sensación fue más orgánica, era algo muerto, mucho más inerte, muerto como un animal muerto, muertos como un residuo, como una de esas palomas que uno, a veces ve, muertas y acartonadas, en el cordón de la vereda.

Miércoles. Sanchiz se está alojando por unos días en casa. Me trajo de regalo su última novela que se llama La historia de la ciencia ficción uruguaya. Hoy me dijo que piensa reescribir Rayuela con extraterrestres.

Jueves. Llega el mundial y sin quererlo empiezo a escribir sobre fútbol.

Viernes. Das Unbehagen in der Kultur. No se me ocurre un mejor título para atravesar el mundial, que me obsesiona, me molesta, me incomoda y me desafía.