recorte kafka

Por Juan Terranova. Lunes. Comienzan los recuerdos por los cien años de la Primera Guerra. Leo en El País un artículo donde se cuenta la historia de la “Maza británica para rematar caballos heridos”. Con forma de martillo gigante, fue parte de una exposición del Imperial War Museum sobre los animales en las guerras. El artículo dice que “era una herramienta salvaje y basta que se manejaba con ambas manos para aplastar el cráneo de los nobles brutos heridos cuyo convulsionante y ciego dolor ponía una nota añadida de especial espanto en los campos de batalla.” Qué prosa. Un herramienta salvaje y basta.

 

Martes. “Nadie sabe lo que puede un cuerpo” escribió Spinoza. Ahora, la frase completa es “Nadie sabe lo que puede un cuerpo, sin estar determinado por el alma.” El desconocimiento, entonces, opera en varios planos. Mientras tanto, de forma recurrente, un periodista no lee bien ni las situaciones ni los libros sobre los que opina. No pasa una semana, un día, en que no encuentre un artículo o una nota de ese periodista donde se explaya con inusual alegría en sus gansadas. Le escribo al periodista pidiéndole explicaciones. ¿Por qué? No sé. Me responde con amable educación. Le vuelvo a pedir explicaciones. Desorientado, hace un esfuerzo por contestarme. Insisto. Le muestro los mensajes a Gogui que enseguida me responde: “Es como si le hubieran tirado un cubo Rubik por la ventana y un sniper le apuntara hasta que lo resuelva.” (Esos colorcitos cuadrados... Si fueran un poco menos chillones, quizás...) Luego, leo un párrafo de André Breton: “El acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud. Quien nunca en la vida haya sentido ganas de acabar de este modo con el principio de degradación y embrutecimiento existente hoy en día, pertenece claramente a esa multitud y tiene la panza a la altura del disparo.” Después de encontrar esa cita, leo sobre los muy variados casos de linchamientos populares con música de piano compuesta por Scriabin de fondo.

Jueves. Leo en una entrevista a Alejandro Schmidt el siguiente párrafo: “la artesanía, el narcisismo son pestes, y a la vez matrices de tanta mediocridad, tanta impotencia. El odio, la parresía, inevitablemente impulsan, energizan. Son lo opuesto a la queja, el reclamo, esas monótonas debilidades. Hay gente que considera un trabajo escribir poesía, otros quieren salvarse, otros sufren, muchos creen que el arte les debe algo. Qué raro, ¿no?” Puede ser raro a veces, a veces simplemente predecible, el significante chocando contra sí mismo, lo humano expandiéndose, esas “monótonas debilidades”, maza británica para rematar caballos heridos.

Viernes, hacia las tres de la tarde. Desde hace un tiempo, cerca de las tres de la tarde, las autoridades de un hospicio que hay acá cerca y que desde afuera se percibe como tranquilo y silencioso, sacan a caminar, bajo el sol otoñal, a un grupo de retrasados mentales. Son gente sencilla, despareja, mal vestida, risueña. Yo los veo pasar, o me los cruzo cuando salgo. Supongo que los llevan a la Plaza Giordano Bruno. Tiene, con sus puloveres de lana blanca y sus pantalones sueltos, una dignidad que me resulta evidente. Cada tanto alguno de los más jóvenes aúlla como un animal y uno de los acompañantes lo reprende. Están fuera de todo, como en un limbo. ¿Tengo que aclarar que en algún punto, yo, el pequeño intelectual porteño, que lee, que se somete a los diarios y los libros de nuestra cultura local, los envidio?

Viernes más tarde. Mavrakis me manda una foto de una página que está leyendo. Es una carta de Kafka a Felice Bauer fechada en 1915: “(...) la resonancia de toda la maldita casa de cemento armado. Encima de la habitación, en el desván, ronronea la maquinaria de ascensor, resonando por todos los espacios vacíos. (Éste era el presunto fantas,a que había en el estudio; pero sin embargo hay criadas que, cuando van a tender la ropa blanca, no paran de golpetear con sus chanclos la base de mi cráneo).(...)” El fragmento parece escrito por el mismo Mavrakis, cuya obsesión por el silencio y los ascensores conozco ya desde hace años. Le respondí: “Es como si le hubieras sacado una foto a tu neurosis.” Él a su vez hizo este comentario: “Me sentí menos solo en el mundo. También más comprendido a lo largo del tiempo y el espacio. Y lo peor es que esas deben haber sido paredes realmente gruesas en Praga.” La frase me dejó pensando. ¿Qué tan buenas serían esas paredes? Como es sabido, Kafka era una empleado medio de un banco. Un burócrata, un cuello blanco tímido, irónico, ingenioso, soltero. En su mejor momento ¿a qué se parecería laboralmente de la actualidad su cargo? No vivía en un castillo, desde luego. Y no fue un valijero, o, ay, al menos fue uno con talento. En 1915 debería tener unos treinta y tres o treinta y cuatro años. Imaginemos ahora la arquitectura de hace un siglo en Praga. Una ciudad periférica, mística, ¿casi rural? No, pero esos edificios eran nuevos, los alquilaban masas de inmigrantes checos, polacos, “pequeños rusos” que luego serían ucranianos, toda la raza blanca baja de la mitteleuropa. “Criadas” y “cemento armado” suenan demasiado bien. ¿Eran parecidos esos departamentos a los asentados conventillos que había en Buenos Aires por esa época? Seguramente resultaban mejores pero no muchísimo mejores. Siempre va a ser Europa, desde ya, pero una Europa en guerra, y que venía de un siglo XIX que terminaba con guerras. Kafka escribía, se dice, yo no lo sé, en un alemán pobre. Me lo imagino rodeado de lenguas eslavas de los límites de un Imperio ya condenado a desaparecer. Cuando contó que escribió La condena en una sola noche, mirando por la ventana el silencio de la ciudad, ¿qué pensaba? ¿Sobre qué escribía, en realidad? De día, chicos corriendo en las calles, mujeres haciendo la colada, hombres usando sombrero, mítines políticos, soldados desmovilizados. A lo que voy, no creo que esas paredes fueran tan gruesas... Uno al final escribe donde puede, como puede. La incógnita es otra: ¿Ascensores en 1915? Seguro eran hermosos ascensores astrohúngaros, de rejas, como los que todavía hay en muchos edificios del centro de Buenos Aires, que parecen jaulas, o de madera, casi gabinetes de magia.