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Por Juan Terranova. Lunes. Un titular “Murakami supera a García Márquez como el escritor favorito de los que fingen que leen.” Un titular que tiene su sofisticación, su pliegue, y sigue una nota atendible. Copio el inicio: “Haruki Murakami ha desplazado al escritor colombiano Gabriel García Márquez como el primer autor que salta a la mente de quien finge gusto por la lectura ante la pregunta explícita de su interlocutor. De acuerdo a la encuesta realizada por Consulta Mitofsky en una muestra representativa de Starbucks a lo largo del país, Murakami es el autor favorito para poner sus libros sobre la mesita de café, en pose de lector empedernido.” En todo, finalmente, hay renovación. Pero, ¿no todos fingimos leer cada vez que leemos? ¿Qué diferencia hay entre leer y fingir leer? ¿Cómo comprobar, sin actos policiales extremos, sin ineficientes cuestionarios escolares, quién lee y quién no? Hamlet se hace el loco y se vuelve loco. No se puede fingir demasiado tiempo algo sin empezar a verse afectado por la máscara. Supongo que el problema es Murakami y sus insípidas novelas y sobre todo esas sensuales ediciones de Tusquets, negras y brillantes como un ataúd nuevo.

Martes. La artesanía de la queja local hace que la literatura argentina sea un juguete caro. ¡Y lo sé porque pagué siempre en cuotas! Mientras tanto, qué fabulosa libra de carne es la queja en este país. Tributo, producto y recompensa al mismo tiempo. Luego, el universo se equilibra en la ironía. Más tarde, cito a Machado de Asís en una reunión de amigos y hago un poco el ridículo. Todo es parte del mismo tuco neurótico, de ese humanismo que no da para más pero sigue tirando.

Martes, más tarde. Encontré una foto en Facebook. En primer plano se ve el portón de un casa. La construcción responde a la idea que tengo de la casa de zona norte, o de la costa argentina de antigua urbanización. En el portón blanco del garage le pintaron con un aerosol negro: “Me vas a pagar o no hijo de tu puta madre 1er aviso.” La pintada es muy prolija. No está hecha con miedo o duda. El trazo es grueso. Se trata del habla del mercado. Un vocabulario, una sintaxis y un soporte por fuera de la buena voluntad.

Miércoles. Escribí en Twitter: “Joven argentino, las trampas del humanismo quizás te hagan feliz pero también te harán pobre...” El único humanismo posible es Internet.

Jueves. Por la mañana llevo a mi hija al Museo de Ciencias Naturales del Parque Centenario. Miramos los huesos y leemos los carteles informativos. En un momento, seria, me dice: “Cuidado, ellas pueden oler tu miedo, malditas bestias.” Los carteles informativos me gustan tanto como los huesos.

Jueves, más tarde. “Pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.” Bien. Frase emblemática de Roberto Walsh. Precisa y, sin embargo, me invita al cuestionamiento. ¿A qué se refiere con ese “entre otras cosas”? Yo diría, con un truco que ya conozco, que no es “la literatura” sino el acto de leer, “la lectura”, ese avance laborioso. Y la propia estupidez sí, pero también nuestra íntima y resistente ingenuidad que muchas veces no es estúpida.

Viernes. Soñé con Fogwill. Me recibía en una hotel en Puerto Madero. Habían hecho una reedición de sus libros muy lujosa y había novelas de él que yo no conocía. Era amable y sarcástico y me dejaba solo en una habitación con vista a la ciudad iluminada. Se ponía un rompe viento y se iba. "Chau, Terranova." Después aparecía un tipo muy alto, con rústicos rasgos femeninos, casi un trava, que me vigilaba (se daba cuenta que me quería robar unos libros), me preguntaba qué hacía ahí, me tomaba unos datos, hablábamos del escritor con admiración. Después me decía que Fogwill estaba muerto, lo decía con una pena medio falsa de gestión cultural. Yo me iba. Bajaba en ascensor de paredes de acero inoxidable. En el lobby del hotel había una mujer con un bebé y mucho equipaje. Yo salía a la calle y hacía frío, era invierno, y estaba contento, sentía una vitalidad agradecida, una ecuanimidad de esas que solamente se siente en los sueños.

Viernes, más tarde. Ignacio Irulegui recuerda en Facebook The book of Eli, una película donde Denzel Washington caza gatos con arco y flecha y se aprende de memoria la Biblia en un mundo posnuclear. Cita una escena puntual, un tiroteo en una casa en el desierto. La casa pertenece a dos amables viejos caníbales. Cuando repaso la escena recuerdo con sorpresa que los viejos se llaman “George and Martha.” Martín Felipe Castagnet cita a Melville “Queequeg was George Washington cannibalistically developed.” La frase me resulta hermosa. ¿Usaba galera el maorí? ¿Era maorí? Dudo. Lo recuerdo maorí y de galera. Castagnet me responde que en la ficción no era maorí sino polinesio, pero agrega otra cita: “Scholar Geoffrey Sanborn recently discovered that Melville based the character of Queequeg on an anecdote about a Maori chief named Tupai Cupa, which Melville read in a book called The New Zealanders by George Lillie Craik (published in 1830).” Luego agrega que sí, que usaba una galera como la que después popularizaría Abraham Lincoln (beaver hat) y que el último presidente de los Estados Unidos que usó sombrero de copa en un acto fue Richard Nixon.