UNA PREGUNTA QUE ENCIERRA ALGUNAS TRAMPAS |
¿Qué hace de un escritor un verdadero escritor? |
Por: Juan Terranova. El martes, miércoles y jueves pasados tuvo lugar la primera edición de “Encontros de Interrogação” en la Fundación Centro de Estudios Brasileros. La idea planteaba mesas con escritores de Brasil y Argentina. Hubo, entre otras actividades, un foro de editores independientes y una larga lista de invitados de ambos países. La organización no fue la ideal y los temas de las mesas eran en su gran mayoría a partir de preguntas al estilo de ¿Generación es una palabra incómoda?, ¿La frontera realmente nos aproxima? o ¿Cuál es el personaje de la novela brasileña contemporánea? Esto refleja cierta exterioridad a los debates más importantes del momento y también cierto anacronismo. Sin embargo, los tres días transcurrieron en un cálido clima de diálogo. Me tocó leer con Cíntia Moscovich de Porto Alegre y Luiz Ruffato de San Pablo en una mesa titulada: ¿Qué hace de un escritor un verdadero escritor? A continuación, el borrador de mis ideas. |
Falsos escritores, muertos verdaderos
Mi primera reacción cuando me avisaron que iba a estar en esta mesa y que iba a tener que responder a la pregunta ¿qué hace de un escritor un verdadero escritor?, fue inmediata. No tengo idea. No sé qué hace de un “escritor” un “verdadero escritor”. Si había una respuesta inequívoca a la pregunta, yo no la sabía.
Me parecía más fácil decir qué es un escritor falso. Un escritor falso básicamente no escribe. Puede hablar muy bien, ser incluso un gran lector –o convencernos de que es un gran lector–, tener espacios de poder en el periodismo, la academia o la vida intelectual vernácula, pero si no escribe y no publica, no es un escritor. Igual atención, porque hay falsos escritores que son apasionantes, como los personajes secundarios de Shakespeare.
Mi segunda reacción fue pensar en la consagración que trae la muerte. La muerte del escritor opera sobre su obra. Podemos estar en desacuerdo con ese tic necrófilo. Pero el arte necesita un cierre. Pese a la deconstrucción y a todo lo atractivo que puede ser los working progress, consumimos con mayor fruición lo que está completo. Las obras completas y las vidas completas tienen un atractivo que va más allá del marketing. Y el sello de la muerte mantiene un especial poder consagratorio. Marca el innegable fin de un recorrido. Cataliza, diría Ciorán, el sabor de lo absoluto.
Después, pensando un poco, me di cuenta de que la pregunta “¿qué hace de un escritor un verdadero escritor?” es una mala pregunta y encierra algunas trampas. La primera es suponer que hay dos clases de escritores, los “escritores a secas”, sin adjetivos, y los “verdaderos escritores”. No me convence esa división. La otra trampa, casi una trampa para osos, es la palabra “verdadero”. No hay que ser muy lúcido para darse cuenta de que todo enunciado que necesita adjetivarse con la palabra “verdadero” despierta dudas. Ejemplos sobran. Esta es “la Argentina verdadera”, este es “el verdadero milagro”, esta es “la única forma de hacerlo, la verdadera forma de hacerlo”.
En realidad, la pregunta de esta mesa es una invitación a sentar posición y a inscribirse en una tradición. La tradición es algo que obsesiona, en la Argentina, por ejemplo, a Ricardo Piglia y a Juan José Saer y en Brasil a Silviano Santiago. El enunciado de una tradición por parte del autor intenta funcionar como una muleta para la lectura. A veces lo logra, a veces genera un movimiento opuesto. Al mismo tiempo, negarse a entrar en ese debate también es una toma de posición. Decir que Fulano no es un “verdadero escritor” debe leerse en realidad como “lo que hace Fulano no me gusta, no me afecta”. Así, responder a la pregunta implica dos momentos, uno de inclusión y otro de exclusión. Inclusión en una serie de “escritores verdaderos” y la exclusión de aquellos que sólo llegan a ser “escritores” a secas.
El verdadero escritor, el escritor a secas, el falso escritor, no son conceptos que revistan gran interés. Encierran, en todo caso, una manera de leer, una aspiración, una colección privada de libros. La verdad de un escritor, cualquier verdad, en realidad, es demasiado maleable como para tomarla en serio, para creerla definitiva y objetiva, más allá de los recorridos personales.
Verdad narrativa
A mí me gustaría, si no les resulta incómodo, sacar el enunciado “escritor verdadero” y reemplazarlo por los libros. Después de todo, que el escritor sea verdadero, no verdadero, falso, joven escritor, virtual o intangible, nos lleva por un camino teórico ya bastante transitado que no me interesa. Prefiero hablar de libros, de escritura, de textos. Entonces de “escritor verdadero” me gustaría saltar a eso que llamamos “verdad narrativa” pero que también puede ser “verdad critica”, si sumamos otra de las formas de narración que es la crítica.
Entiendo que la “verdad narrativa” se da cuando el texto “funciona”, cuando más allá de estar bien o mal construido, mejor o peor desarollado formalmente, tiene algo que impacta en el lector. Hay un recurso para asir, para intentar agarrar la verdad narrativa por la cola. No es infalible, por supuesto, no siempre resulta pero, como novelista, creo que vale la pena intentarlo. El truco es escribir sobre el presente. Y contar, como decía Hemingway, cosas que se conocen. “Escribí sobre cosas que conozcas”. Es trillado, pero nadie nunca me dio un consejo mejor que ese.
La “verdad narrativa” es un enunciado débil y esquivo. ¿Qué es? ¿Cómo se produce? Sin ponerme místico, creo que cada libro, cada página, son un desafío en ese plano. Y prefiero discutir qué es la “verdad narrativa” a discutir que es un “verdadero escritor”. Ni siquiera estoy seguro que haya que ser un “verdadero escritor” para lograr algún momento narrativo intenso. Los narradores orales que cuentan anécdotas y chistes en los bares muchas veces logran momentos narrativos de altísima calidad en trama, contenido y remate, y nadie se animaría a decir que son “verdaderos escritores”. Muchos periodistas anónimos, bloggers trasnochados, amigos que redactan mails privados contando lo que pasó en una fiesta, logran en un momento de iluminación narrativa lo que a los escritores les cuesta mucho hacer en un libro.
El hombre que sabía javanés
Cuando en O Homem que Sabia Javanês, Lima Barreto reescribe en clave moderna a Levi Strauss toca algo de nosotros mismos, nuestra manera de relacionarnos en base al equívoco. Cuando Nelson Rodrigues examina, en las crónicas de O Reaccionario, el funcionamiento del periodismo carioca y su relación con la política hace lo mismo. Y también cuando, después de una pomposa dedicatoria a Emile Zola, fechada el 25 de enero de 1888, Julio Ribeiro empieza, tironeado entre el naturalismo y el arrebato romántico, la novela A carne con esta frase: “O doutor Lopes Matoso não foi precisamente o que se pode chamar um homem feliz”. Es una frase simple pero interesante para empezar una novela. Finalmente, ante la pregunta de cómo se siente uno frente a estas cuestiones escritor profesional, escritor verdadero, joven escritor o escritor sin adjetivos, a mí me gustaría responder con la melancólica sorpresa de esos versos que Mário de Sá-Carneiro compuso hace ya casi cien años:
Eu não sou eu nem sou o outro,
Sou qualquer coisa de intermédio:
Pilar da ponte de tédio
Que vai de mim para o Outro.
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