Por Juan Terranova. Lunes. Sí, definitivamente hay cosas que solamente se pueden aprender de grande.
Martes. Una anécdota. Dos policías, el oficial veterano y su joven secretario, llegan a la escena de un accidente terrible. Acaban de chocar un auto y un camión y hay cinco muertos. Por la velocidad de los vehículos y la brutalidad del accidente, los bomberos todavía limpian el lugar. Hay manchas de sangre. Los cuerpos siguen ahí. El policía joven anota lo que le dicta el veterano: “Choque frontal entre un auto y un camión, tres pasajeros en el auto, dos en el camión, los cinco murieron, destrucción total de ambos vehículos...”. De a poco va a pasando a los detalles: “Ninguno de los pasajeros del auto tenía puesto el cinturón de seguridad, los que iban en los asientos delanteros salieron proyectados contra el parabrisas, por lo que es posible que no hayan tenido puestos los cinturones de seguridad...”. La escena, desde luego, es truculenta. En un momento, el policía veterano encuentra una mano. Una mano, cercenada, tirada en el piso, y dice: “por la embestida, la mano derecha de alguna de las víctimas, seccionada, fue encontrada en la vereda, a la altura de...”. Entonces el policía joven deja de escribir y pregunta “¿vereda es con ve corta o con b larga?”. El veterano lo mira, mira la mano, le da un patada precisa con la punta del zapato y responde: “por la embestida, la mano derecha de alguna de las víctimas fue encontrada en la calle, a la altura de...”. Creo que escribir tiene que ver con eso. A eso aspiro. Enfrentar el accidente, no amilanarse con falsas morales, tratar de ver bien y ser preciso, pero sobre todo patear la carne muerta para no quedar preso de una imposibilidad ortográfica, de una regla banal.
Miércoles. Leo que quemaron un archivo de negativos y fotos que Daniel Mordzinski había creado para Le Monde. Eran fotos de dinosaurios como Borges, Saer, Cortázar, Sábato. Y seguramente había algunos otros, pero es en esos en los que se detiene el periodismo especializado. Parece que las imágenes no estaban digitalizadas y “se perdieron” para siempre. Lejos de indignarme o precouparme, la noticia me da cierto consuelo, cierto alivio. Esos escritores ya tienen cara, sus rostros en fotos clásicas han sido fijados y resultan accesibles. ¿Para qué más? A veces hay que quemar. A veces la mejor herencia es la lección del fuego. Contra la burocracia, contra la pulsión anal, contra la proliferación de fantasmas, contra el polvo, la posibilidad de la pérdida se parece mucho a una salida. (Unos días después se conoce por las redes la noticia del archivo arrasado, contrato un volquete y al verlo aterrizar en mi puerta, lenta, maquinalmente, me emociono. Me gusta tirar, desprenderme. Cuanto más valor le otorgo a la cosas que tiro, mejor. Mientras demuelo mi vocación de archivista pienso en lo higiénica que es la web. Lo ideal sería poder rociar el volquete con combustible y finalmente prenderlo fuego. Pero acepto, por hoy, otras formas del olvido.)
Jueves. La biografía dialogada que hicieron Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti con y sobre Bergoglio se titula El jesuita. No está mal pero tampoco especialmente bien. (Tiene demasiada bajada de línea en estilo de perfecto almacenero, tanto del lado de los que preguntan como del lado del que responde.) Pero hay una anécdota que me gusta porque habla del pragmatismo, de la falta de pudor inteligente ante lo sagrado y de como adentro del Catolicismo está, todavía, lo judío. Copio del libro la anécdota entera:
“Llegados a este punto, Bergoglio apeló a un giro risueño, acaso para distender la charla.
—¿Puedo contar un cuento que viene a colación?, preguntó.
—Claro.
—Trata acerca de un chico judío a quien echaban de todas las escuelas por indisciplinado hasta que otro judío le recomienda al padre un “buen colegio de curas”. Y lo anima diciéndole que, seguramente, allí lo van a enderezar. El padre acepta el consejo. Es así como pasa el primer mes y el chico se comporta muy bien, no tiene ninguna amonestación. Tampoco tiene problemas de conducta en los siguientes meses. El padre, ganado por la curiosidad, va a ver al rector para saber cómo había logrado encarrilarlo. “Fue muy sencillo”, le responde el sacerdote. “El primer día lo tomé de una oreja y le dije señalándole el crucifico: ‘Ese era judío como vos; si te portás mal, te va a pasar lo mismo’.”