TURING - MORRIS - LÓPEZ

Por Juan Terranova. Lunes. Cuando dejo de mirar la pantalla de mi computadora, si me levanto y voy hasta la ventana lo que veo es un taller mecánico. La calle Aranguren y, en frente, el taller. Entre lo mecánico y lo digital, yo estoy de este lado. Pero no soy maniqueo. Creo que en los dos lados hay ventajas. También creo que la calle que los separa se puede cruzar. La cruzo de hecho para ir al supermercado, si necesito algo de la ferretería o salgo a comprar el pan. Esa duplicidad, no sé por qué, me recuerda el test de Túnez. Ese test es similar al test de Tuning. En el Test de Turing, expuesto en 1950 en un famoso artículo titulado “Computing machinery and intelligence” escrito por Alan Turing para la revista Mind, sigue siendo hoy una de las cabezas de lanza de los defensores de la Inteligencia Artificial. (La expresión “cabezas de lanza” y el estilo pertenecen a Wikipedia). Simplificándolo, si un interrogador hace preguntas y no puede discernir si el que responde es un ser humano o una máquina, se puede decir que la máquina es inteligente. La gran ventaja de este test sobre la inteligencia es que no tiene que definir qué es la inteligencia.

 

En el test de Túnez si un interrogador hace preguntas y no puede discernir entre la inteligencia humana y la máquina, es un hecho que la máquina va a terminar matando al interrogador. Este test lleva su nombre por la ciudad de origen de su inventor, el escritor y eslavista turco Ataol Behramoglu. Salvo por un reducido grupo de matemáticos franceses y un todavía más pequeño grupo de universitarios de la costa oeste norteamericana, Occidente casi no conoció esta prueba, profética en muchos aspectos. Siempre se dice que Blade Runner, la famosa película de Ridley Scott, ejemplifica los límites y el alcance del Test de Turing pero es, en realidad, del test de Túnez del que habla. El uruguayo Ramiro Sanchiz lo cita como un guiño en su novela Trashpunk. Behramoglu trabaja con el Test de Túnez en sus novelas Estado de sitio, de 1978 y Los bebés no tienen naciones, de 1988. Pero ya aparece en cuentos y narraciones breves anteriores a la década del 80. Su Tratado Lógico Paranoico -un relato con forma de ensayo publicado en 1973- empieza así: “1. No todo lo que sucede sucede por algún motivo. Pero se puede leer un motivo en todo lo que sucede y desde ese momento todo sucede por algún motivo. 1-2. La paranoia es parte fundamental de la civilización. A mayores avances que denoten civilización, mayor es la paranoia. 1-3. La parte central y más visible de las civilizaciones es la banalidad”. Cuando lo que predice el test de Túnez finalmente comience, cuando la ira de las máquinas se inicie. Voy a apagar mi computadora, voy a ir a buscar mi caja de herramientas, voy a guardar mi llave inglesa y mis pinzas –tengo una buena llave inglesa, herencia familiar, y un juego de pinzas chino- y voy a cruzar la calle. Si la escena responde al escenario apocalíptico que imagino, entonces, los mecánicos no me van a preguntar nada, solamente me van a recibir, en silencio, esperanzados de que yo no sea un inútil, que no sea un hombre que solamente entiende de pantallas.  

Martes. Leo estos versos:

Of Heaven or Hell I have no power to sing,  

I cannot ease the burden of your fears,  

Or make quick-coming death a little thing,  

Or bring again the pleasure of past years,  

Nor for my words shall ye forget your tears,  

Or hope again for aught that I can say,  

The idle singer of an empty day.

*

No tengo el poder para cantar el Cielo o el Infierno,  

No puedo aliviar el peso de tus miedos,  

O relativizar una muerte arbitraria,  

O recuperar el placer de los años pasados,  

No será por mis palabras que olvidarás tus lágrimas,  

Y no tengas confianza en lo que pueda decir,  

El cantante ocioso de un día vacío.  

Son los primeros versos de The earthly paradise de William Morris. Aunque gozó en vida de una reputación atendible, Morris no fue un “gran poeta”. Sí fue amigo o frecuentó a varios escritores cuyas obras alcanzaron con mejor fuerza nuestros días, como Ruskin o Rossetti. Tampoco fue un moralista o pensador relevante. Sostenía una alucinada teoría de la vuelta a los valores de la Edad Media y demandaba una revalorización de la artesanía por sobre la industria. Además de poeta, fue pintor, editor, arquitecto, traductor y artista de corte renacentista. Quizás hubo en él ese trasfondo conservador que a veces suele tentar a los humanistas que están orgullosos de su condición. (Como esos profesores universitarios que de tanto repetir la lección empiezan a creérsela.) Hoy en la Argentina nadie lo recuerda. “William Morris” suena a barrio del conurbano. Sin embargo, una de sus obras más conocidas, estos paraísos que son de acá, no del más allá, esos paraísos que están al alcance de nuestros medios mundanos, resultan interesantes porque combaten el idealismo y el relativismo en el que nos sumergen siempre las cosas desconocidas y la especulación mística. (Pese a esto, una buena parte de la ideología anti-industrialista que pregonaba recuerda bastante la movida y estética hippie.) Baudelaire nos habló de los Paraísos artificiales, nos dijo que podían ser sensuales y siniestros al mismo tiempo. Morris, quizás más humilde, o tal vez no, le canta a la tierra. Nació Walthamsow, cerca de Londres, y vivió y murió en el siglo XIX. La rústica traducción de esos primeros versos me pertenece.

Miércoles. Napoleón libra batallas contra generales austríacos. Los generales austríacos dirigen ejércitos aristocráticos. Hacen la guerra con “reglas científicas” del siglo XVIII. Napoleón comanda ejércitos populares que avanzan en pequeños grupos. Estos soldados saben esconderse, arman pequeños perímetros de tiro, se mueven mucho, según la batalla, avanzan y retroceden con velocidad, se separan y se reagrupan y destrozan las rígidas líneas austríacas. Invariablemente Napoleón gana todas las la batalla. Los generales austríacos dicen: “Gana, pero no es científico”. (Risas) La anécdota se la leí a Laclau. Twitter está formado por soldados napoleónicos. Los ejércitos científicos son “la literatura”. Laclau es Laclau.  

Jueves. Ayer de madrugada la grúa me llevó el auto. (No tiene sentido decir si estaba bien o mal estacionado. Como en la cárcel, frente a la grúa todos decimos que somos inocentes.) Hoy fui a la playa de infractores a rescatarlo. Me acompañó mi hija. El trámite se hace rápido. Pague los 350 pesos del acarreo. (Sí, ellos se lo llevan y vos pagás su trabajo.) Como no habían pasado más de doce horas, no me cobraron el adicional por estadía. Después cruzamos el puente de la Facultad de Derecho y estuvimos viendo juntos la colección permanente del Museo Nacional de Bellas Artes. Nos detuvimos especialmente en las esculturas que retrataban mitos griegos porque mi niña está haciendo sus primeras lecturas sobre Heracles y Odiseo. Nos gustaron mucho algunos centauros y un Teseo contra el Minotauro. También vimos y hablamos de los cuadros de Cándido López y ella relacionó la guerra del Paraguay con un ataque zombie. (Mi preferido, la escultura, un tanto siniestra de un angelito sin alas que envuelve en un trapo la cabeza de San Juan Bautista, no le gustó. A mí me sigue fascinando.) Mientras caminábamos por los pasillos del museo, pensé en las dos realidades de este jueves. Una, la de los infractores y las grúas, el odio, la ley, la fuerza, la burocracia, el pragmatismo de la calle, la multa, y por el otro lado, el arte, el museo, los guardias de seguridad, los pisos lustrosos, las antiguas donaciones, la historia y lo sublime. Comprendí, una vez más, que son universos separados, pero no disociados.

Viernes. Leo que un inglés de veintisiete años llamado Tony Hinds encontró un diente humano en una salchicha. Se quejó y le dieron un vale por veinticinco libras.