EN UN BOSQUE DE CABEZAS PARLANTES/ |
Diario de lecturas 36 |
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Un par de días después intente escribir un relato oniroide donde Juan Terranova era transportado a un bosque de cabezas parlantes. Inspirado en Futurama y en la obra del Padre Castaneda, me imaginé un paisaje de purgatorio dantesco y los cuerpos desmembrados de los líderes del mundo. En un sector, la cabeza del Führer, clavada en un palo, me resultaba inaccesible. La veía gesticular. Su mandíbula se movía. Pero no la escuchaba. Su voz la tapaba una música estridente, el murmullo continuo de las voces de los periodistas alemanes que habían colaborado con el Reich. Puse a Rodolfo Walsh como mi Virgilio desganado. Siempre me gustó el comienzo de El jardín de las máquinas parlantes de Alberto Laiseca: “Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño”. Releí el libro, me dejé influenciar por su prosa y sus ideas, insistí, pero no pude terminar el relato.
Ahora también recuerdo que, cuando murió en 1990, soñé con mi abuelo paterno. Después de haber estado movilizado ocho años y haber peleado entera la Segunda Guerra, después de haber estado en la avanzada italiana sobre Yugoslavia y de haber quedado preso en una mina de carbón alemana, murió en una cama de Ramos Mejía, en una casa que había construido con sus manos. A meses de su muerte soñé que me encontraba con él. El sueño pasaba en un descampado gris, nublado, lleno de charcos, un paisaje, en realidad, más cercano a la Primera Guerra. En el sueño, mi abuelo no hablaba el cocoliche mezcla de dialecto calabrés y argentino que todos le habíamos escuchado siempre. Hablaba como mi viejo. Yo le decía: "Quiero tener tu vida, quiero nacer en 1919, quiero hacer la guerra, quiero viajar con mi familia a la Argentina de Perón". Y él me miraba y me decía: “Sos un pelotudo”. Ese era el sueño. Aunque es posible en los detalles hayan ido variando con el tiempo.
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