NOVELA DE DAVID MARKSON/ |
Sobre La soledad del lector |
/Por: Juan Terranova. Hace poco La bestia equilátera agregó a su catálogo La soledad del lector de David Markson. Podría dar dos lecturas separadas de esta novela. La primera sería positiva, ligeramente epidérmica, y se relacionaría con la sorpresa, con el placer de dejarse llevar por la lectura, con la velocidad de la fragmentación que Markson elige, de una forma más bien simple, para construir su libro. La segunda, sin embargo, sería crítica, en el sentido más duro de esta palabra. Ambas, sin mucho orden y entremezcladas, pueden leerse a continuación. |
La soledad del lector es una novela amena, ágil, se deja que recorrer con placer. Sin ser virtuoso, más bien al contrario, Markson plantea una forma que resulta atractiva y contemporánea. Tomándome una licencia que su autor probablemente desestimaría podríamos pensar que La soledad del lector tiene diálogo con un time line de Twitter, relación que solo puede formularse marcándola como avant la lettre, desde luego. Una cuenta de red social cargada en un libro, autonomizada, construida como artefacto narrativo en sí mismo, todo antes de que existiera Internet. La referencia es hoy tan obvia como innecesaria. El fragmento como parte de una totalidad y género literario de un engranaje mayor existe desde el principio de la modernidad e incluso antes. (Pienso en Athenaeum, la revista de los Schlegel pero podría pensar en Demócrito y casi en cualquier cosa cortada, mal preservada, anterior al cristianismo y sus diferentes efectos de lectura.)
Revisando su pertenecía al género, hay varios momentos donde la novela se comenta a sí misma y se pregunta si es realmente una novela –a mí no me quedan dudas que lo es- o si se trata de una autobiografía encubierta, lo que suelen ser de alguna forma casi todas las novelas. Patchwork, assemblage, collage, el mismo Markson usa esas palabras para describe su trabajo dentro de la novela. No molesta entonces la vocación rotundamente fragmentaria del texto ni siquiera su aparente falta de cohesión. Pero, ¿Twitter? ¿No es demasiado, o más bien demasiado poco? Ajusto mi perspectiva con un contraejemplo. Las redes sociales son lugares de compartir, lugares de –verbigracia– socialización. Y Markson se esfuerza en aislar a su personaje central, en el que sería tonto no ver un desdoblamiento del mismo autor. Con cuidado, le prepara dos ámbitos bucólicos para que se mueva. Una casa abandonada al costado de un cementerio y una casa invernal en una playa fuera de temporada. No hay más personajes. A veces se ve a lo lejos a algunas mujeres que no logran inquietar porque son como siluetas en el horizonte. Ningún lector –profesional o no– puede ser inmune a la sensualidad de esas situaciones idílicas de lectura, aunque conozca de primera mano que no son las mejores para las otras partes de la vida. Markson arma paisajes de romanticismo alemán y envuelve a su protagonista con la posibilidad del abandono y la autodestrucción en pos del placer de arrobarse entre los libros, inminencia de la muerte por desidia, por vejez, por el altruismo narcisista de atender la imaginación de los otros. Los dos personajes, que a veces se superponen, son el Lector y el Protagonista, escritos con mayúscula. “Su vida evidentemente estática. Solo, al parecer sin ocupación ni logro, con escasos recursos” escribe Markson describiendo al segundo.
Aunque quizás podamos decir que el gran personaje, el verdadero tipo central de La soledad del lector, sea la cita, y su hermana la anécdota breve, aquí todas sobre escritores, músicos y artistas plásticos. Algunas son bellas, ocurrentes y le sacan al lector una sonrisa. Otras, aunque demasiado conocidas, demasiado transitadas, pero si uno está desprevenido siguen rindiendo. Es interesante cuando Markson escribe pone: “¿Puedo besar la mano que escribió el Ulises? No, también hizo muchas otras cosas”. O cuando cuenta que Schopenhauer empujó a una anciana escaleras abajo porque había estado gritando en su puerta y después tuvo que pagarle una pensión hasta que murió veinte años después. O cuando recuerda, irónico, que en la edad media una de cada tres iglesias de Europa decía tener astillas de la Santa Cruz, “para no hablar del prepucio de Cristo”. La lectura entre esas “amenidades”, diría el parco Carlos Correas, fluye. Y estoy seguro que el lector menos atento capitalizará alguna para una eventual charla de salón. O puede ser que atesore otras para momentos de extravío. La soledad del lector es, en ese sentido, es un libro compañero, con el que se puede viajar, lejos o cerca, irse a dormir después de un día pesado o compartir con alguien en una situación de espera, esperanza o frustración.
Otra técnica de La soledad del lector es la transcripción del nombre propio aislada de toda referencia inmediata. Desde luego, se inserta en una trama, nos llega en un contexto de lectura. Pero es válido preguntarse, ¿qué efecto, que sentido genera este uso del nombre propio? Cuando habla de Alejandro Magno, de Bach, de Casals o de Picasso el libro parece girar peligrosamente hacia el estilo y los temas del Readers Digest. Bien. Pero cuando de pronto uno de los fragmentos apenas dice “Marsilio Ficino” o “Michelangelo Merisi”, o “Alessandro di Mariano Filipepi”, ahí es posible ver un pedido de pertenencia, antes que una pertenencia real. Todo el tiempo Markson hace, de forma directa o indirecta, pedidos de inclusión en la serie “cultural”. Y eso irrita. La cita de autoridad puede ser una cita de condena. Un epígrafe demasiado pomposo, mal colocado, incluso uno acertado, logra condenar una obra. Markson no atiende este principio innegable. Es tan fuerte su convicción y su confianza en lo que llamamos “cultura alta” que se entrega a tirarnos datos y más datos. No puedo dejar de pensar en el efecto Wikipedia. (Del que yo como narrador, de paso, también soy víctima actualizada.) Cuando la cita es buena, el lector festeja. No son pocos momentos. Pero resultan menos interesantes y más cursis las alusiones serias al Guernica –hoy un cuadro pop–, y los abundantes lugares comunes como: “Uno no termina un poema, simplemente lo abandona”.
El proceso de curaduría que Markson utiliza para seleccionar sus citas y materiales es, entonces, demasiado laxo. Al mismo tiempo, apuesta a seguro. No hay riesgo. El amague de la confesión es solo eso, un amague. Las reflexiones sobre la autobiografía y sus problemas ocupan el lugar de la verdadera confesión. Markson se hace el tonto o es ingenuo, o ambas cosas, y esto no lo favorece. No se trata solo de que ambiciona sin masticar, sino de que es un libro para distraídos, sin la nobleza resignada de la divulgación, una escritura que intenta ser “arte”, y encima “arte experimental”. Pero no lo logra. Hay muchas cosas en La soledad del lector pero lo que más llama la atención es lo que no hay, lo que no está. No hay vanguardias, no hay Duchamps, no hay rock, no hay Roussel, no hay formalismo ruso, ni futurismo. Ni mucho menos cultura beat, o contracultura norteamericana. Sin ser un libro indigesto, más bien al contrario, los lugares comunes del escritor humanista de aspiraciones universales, el desmerecimiento de la crítica, progresismo previsible, cierto olor poco agradable a museo reaccionario, hacen de La soledad del lector una lectura para recién llegados.
¿O no es poco procedente la sostenida sorpresa con que Markson parece descubrir que los escritores, compositores y artistas plásticos, los “grandes genios de la humanidad” tuvieron cuerpos, encarnaciones humanas que incluían las miserias de los mamíferos conscientes y todos sus arrebatos? El libro se ve atravesado por una alarma que suena asordinada y constante: los artistas fueron drogadictos, violentos, insufribles, sucios, fóbicos, criminales, desconsiderados, víctimas, degenerados, victimarios, cómplices, delatores, y sobre todo hay un especial hincapié, una especie de pequeño gesto, recurrente hasta el cansancio, frente al antisemitismo y el suicidio. Diré incluso que la “denuncia” de antisemitismo, que incluye decir que San Agustín o Cicerón eran antisemitas, resulta obsesiva. (En la época de San Agustín ser antisemita se verificaba como la norma. La sociedad en la que vivía era fuertemente antisemita. Achacarle eso con connotaciones modernas, poniendolo en serie con Wagner u otros nombres similares como hace Markson, es tendencioso.) Por otra parte, hoy el Estado de Israel es el país que más armas ilegales usa en sus guerras. Entre ellas, las bombas racimo que no distinguen militares ni civiles. La ONU hizo fuertes denuncias contra el uso de fósforo blanco contra objetivos no militares en campañas como la del Líbano en el 2006. Pero desde luego esto no aparece en el libro, que parece fijado en la cultura optimista, universalista e íntegra de la década del 50.
¿Por qué insistir con la melancolía? Porque somos melancólicos, está bien. Pero, ¿por qué hacer un fetiche de la soledad? ¿Alcanza con ser solitario para ser algo? Quizás. Sin embargo, el lector retirado, que en soledad espera la muerte entre libros, como plantea Markson, no me despierta ni admiración ni ternura. Abandonarse a leer, cortar lazos con el mundo me parece fácil y parte de una neurosis más bien horrible, monstruosa, bufa. El lector que nos plantea Markson es un lector de pacotilla, de cartón, un lector perfecto que intenta ser seductor en su gesto autodestructivo de lectura. Y sí, la lectura es un bien complejo de la humanidad, ¿pero también lo es las manías extremas, o más bien, extremadas? En una respuesta ya clásica, habría que decirle al lector de Markson que su opción, su retraimiento, es como una enfermedad. Desde luego, las enfermedades no se eligen y se padecen. Y eso es irremediable. De ahí a festejarlas en silenciosa histeria hay un largo trecho.
Finalmente, el fetiche de la lectura siempre paga bien. Borges lo instauró para esta parte del mundo, con ese corrimiento ya clásico de las vanguardias de los años 20 que había aprendido en su viaje de juventud a Europa y que nunca abandonó. La lectura como operación creativa. La lectura desviada como movimiento de ataque y la escritura, como defensa. El leer bien, o mal y productivamente, primando sobre el escribir bien. Por eso para un lector argentino, el tema puede llegar a sonar remanido, lo mismo que el epígrafe del poeta ciego que abre la narración: “Ante todo me considero un lector”. Pero para la novela se necesita más. El género se distancia del ensayo, del cuento, de la poesía, justamente en eso, no alcanza sólo con leer. La novela es coyuntural de una manera idiota y atractiva. Constituye el género de la modernidad, de la confesión, de la grasa y el exceso, del volumen, del esfuerzo físico de su escritura. Es el género equivocado, mutante y experimental que se come todas las series. En este sentido, La soledad del lector se me antoja un libro ñoño, blando, escrito para lectores poco avezados, de exigencias medidas. Si uno pertenece a este grupo, o puede fingir esa pertenecía, es muy probable que lo disfrute.
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