CESÁREA CULTURAL/ |
Sobre las presentaciones de libros |
/Por: Juan Terranova. La familia se podría llamar “Intentos de Socializar La Lectura”. La madre, gorda, porosa, cansada, sería la “Lectura de Poesía”. En bares, madre pobre. En centros culturales, madre hippie. En ferias del libro y otras instituciones respaldadas por el Estado, madre pretenciosa. El padre, “La Conferencia”, también llamado “La Charla”. De índole académica, administrador de prestigio. Si hay más de dos integrantes, “Mesa Redonda”. ¿Pueden ser consideradas estas intervenciones parientes lejanos de las artes escénicas? Creo que sí. El orgulloso “Teatro Nacional”, como un abuelo que se junta con el “Discurso Político” a hablar de sus tiempos de militancia en el Partido Comunista. El “Arte del Recitado”, una tía loca que vive en camisón rodeada de gatos. Dentro de esta trama de filiaciones, la “Presentación de Libros” ocupa un lugar menor, casi de hijo bobo, de hermano tímido. Su objetivo es múltiple. Presentar a un autor, interesar a compradores y lectores, introducir un libro en el mercado, emborracharse. ¿Cómo son las presentaciones? No son espectáculos que resulten llamativos. Alguien lee un fragmento del libro presentado, quizás el autor. Alguien recomienda el libro, por lo general un amigo del autor. Y a veces hay una jarra de agua y vasos de vidrio sobre una mesa. Se han hecho experimentos de todo tipo para “mejorar” esta situación, pero por más actores disfrazados, cascadas de moco o cuerpos extraños que se le agreguen, la situación de base es esa. |
De todas las presentaciones de libros a las que fui quiero recordar dos. La primera, Fogwill con Horacio González y Quintín en el MALBA. Se presentaba Los libros de la guerra de editorial Mansalva, una excelente compilación de artículos, y Fogwill estaba satisfecho como un zorro con suerte. En el público resaltaban Fito Paéz y Adrián Dargelos. Cuando se pasó del auditorio al hall del museo tuve un deja vu. Me sentía en una fiesta de casamiento. Los novios saludarán en el atrio. El autor contraía un breve matrimonio con el libro que en este caso, giro irónico, servía como manual de operaciones para leer críticamente lo que estaba ocurriendo. La otra presentación fue Liova corre hacia el poder de Marcos Aguinis en la Usina Cultural Dain, una librería horrible de Palermo que parece una pescadería de lujo. Seguridad en la puerta, mucha dicroica, muebles blancos, y Aguinis diciendo que no se había vuelto troskista pero le interesaba mucho la juventud de Trosky, héroe del libro. Escribí una nota y, como era la décima novela de su autor, la titulé “El décimo bar mitzva troskista de Marcos Aguinis en Palermo”. Es uno de mis mejores títulos.
Me encantan las presentaciones de libro, aunque no suelo estar a favor de la solemnidad y el aburrimiento. Y no conozco a nadie que esté a favor de eso, ni siquiera los operadores editoriales que avalan y organizan estos eventos lo están. Un amigo me dijo: “Primero debería ir el vino, y después la gente hablando”. Bien. Por otra parte, lo que para algunos es solemne para otros puede ser atractivo, y sabemos que el aburrimiento es un mutante necesario para la existencia de la modernidad. Creo, pese a esto, que la mejor presentación es que el libro sea leído y comentado, entendiendo el comentario como el despliegue de los géneros reseña, monografía, recomendación de pasillo, insulto o desdeñosa adjetivación en mesa de bar, etcétera. Ese es en el momento genuino de sociabilización de la lectura. Por eso la presentación resulta una especie de parto forzado o cesárea cultural. Así y todo hay una sutil forma de mejorar las presentaciones. La clave es contar chistes, chistes que hagan reír al auditorio. También sirven las infidencias y los chismes. Y todo más cerca de Luis Landricina que de Jerry Seinfield. Esa es mi aspiración como eventual presentador, mi humilde aporte, para ese espacio de social.
Termino con una anécdota. Hace poco estuve en Córdoba visitando unos amigos y en un momento pasamos con Luciano Lamberti por la casa de Federico Falco. Tocamos timbre, bajó a abrirnos y esperamos el ascensor. Falco vive en un piso 14, así que el ascensor tardó un poco. Subimos. Veníamos discutiendo el tema de las presentaciones de libros. Lamberti había tenido un período en que se había transformado en el presentador oficial de Córdoba. “Hice como cinco presentaciones de libros de amigos en dos meses” me dijo. Los espejos nos multiplicaban en un público íntimo y autista. Entonces pensé en las presentaciones como ascensores cerrados. Por supuesto, todos los escritores que conozco quieren que ese ascensor tenga las dimensiones de la llanura pampeana pero no es lo que suele suceder. Así que se me ocurrió presentar mi próximo libro en un ascensor. ¿Por qué no? En ese momento estaba con dos excelentes lectores, el silencio era perfecto, la situación parecía ideal. Pero entonces llegamos y las puertas se abrieron y volvimos a la realidad. Lamberti contó que cuando era chico había visto un cocodrilo comiendo basura en La Cañada. Como fue en la década del 80 dedujimos que se trataba de un cocodrilo alfonsinista. Nos reímos y me olvidé del ascensor, que todavía hoy sigue subiendo y bajando, transportando gente, amenazando cada tanto con fallar y detenerse si hay un corte de luz, pero la mayoría de las veces obedeciendo, siendo eficiente, como la máquina doméstica que es.
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